Y NI SE TE OCURRA ABRIR UN LIBRO

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Beatriz Sarlo
"En las novelas del siglo XIX son muchas las escenas donde un personaje (a menudo una mujer joven) busca un refugio alejado para leer. Es el acto solitario, privado y romántico que permite apropiarse de un máximo de libertad y flotar en una ensoñación insuperable. Hace siglos, los libros, salvo que respondieran estrictamente a normas religiosas y morales, fueron considerados peligrosos, sobre todo en el caso de los adolescentes. Es sabido que la corona española prohibió la circulación de novelas en sus colonias americanas: por algo habrá sido. Rousseau, en la introducción a su novela La Nueva Heloísa, se anticipa a quienes iban a cuestionar la moral de esa obra, afirmando que ella no está dedicada a las jóvenes mujeres, que evidentemente no deben leer novelas porque ninguna es buena para sus almas débiles. Es evidente que Rousseau emplea este argumento redoblando la apuesta de quienes piensan que deben censurarlo.

Es cierto que durante mucho tiempo la literatura, sobre todo la novela, fue considerada un espejo que reflejaba mundos inapropiados para la educación moral de la juventud. Todo esto sucedía cuando eran precisamente los jóvenes quienes buscaban en las nuevas obras de ficción una imagen del mundo, del amor y de sí mismos que fuera diferente a la que le ofrecían los manuales de devoción y los libros de piedad. En ese momento, los que comenzaban a leer eran lectores furiosos que encontraban en la literatura compensaciones y sueños.

La política, durante todo el siglo XIX, recurrió a los libros y a los folletos: se creía que las ideas importaban tanto como una identificación con los ideales, y que los ideales no podían defenderse sin las ideas que eran su base racional. Los folletos de todo calibre, desde pornografía política a difusión filosófica, que prepararon la Revolución Francesa, no podían imprimirse sino en Suiza y entraban de contrabando para llegar, escondidos y valorados, hasta sus lectores de París. Todas las dictaduras del siglo XX tuvieron sus listas de libros prohibidos, quemaron libros y persiguieron a lectores y a escritores. Poseer una pequeña biblioteca sospechosa era correr un riesgo también en la Argentina de los años setenta.

La literatura tenía este aspecto subversivo. Basta recordar que dos de los más grandes escritores franceses, Flaubert y Baudelaire, fueron procesados cuando se publicaron sus obras más perfectas y, sin duda, más revolucionarias. Este lado subversivo de la literatura se prolonga en los juicios por Lolita de Nabokov, la obra maestra que fue considerada una novela insoportablemente perversa y obscena, y El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence; o la prohibición de que circulara o se imprimiera en Gran Bretaña el Ulises de James Joyce. La censura reflejaba, como en un espejo, las potencialidades de la literatura.

Así como en el pasado la iglesia proponía a sus fieles vigilias de meditación y plegaria para que se consolidara y mantuviera la fe, hoy las instituciones de buena voluntad organizan jornadas masivas de lectura para despertar una vocación que en todas partes se juzga en peligro. Comparada con otros países, en la Argentina se lee poco, aunque se hable y se escriba sobre libros abundantemente. Pero focalizar en el libro y un tercio que lee cada escolar argentino (comparado con los diez que lee cada chico mexicano), es pasar por alto el carácter cultural de la crisis que no depende solamente de que los ministerios de educación repartan libros gratuitamente en las escuelas. Algo que deberíamos saber es cuántos libros leen por año los maestros y profesores, aparte de lo que necesitan para dar sus clases. Chicos y maestros pertenecen al mismo mundo y la escuela no es la plataforma interplanetaria donde se encuentran terrícolas y marcianos. Por el contrario, la noche anterior, los dos grupos miraron la misma televisión.

Quizás haya que defender la lectura como acto de insubordinación. Los grandes libros no dicen lo que los lectores quieren escuchar, sino lo que no han escuchado y quizás aquello de lo que no quieran enterarse. Los libros fuertes no convalidan un mundo sino que lo vuelven inestable, misterioso, repudiable, raro, deseable, prohibido. Como las enumeraciones de Borges, antes que organizar, desorganizan. Los libros edificantes (digamos: moral y políticamente correctos) no muestran por completo lo que a literatura es, no indican las razones por las que la literatura fue considerada peligrosa y, por suerte, todavía sigue siéndolo.

En las campañas para que los chicos lean se ofrecen lugares abiertos y colectivos de lectura, lugares ejemplares adonde llegan padres y maestros. Está bien, probablemente sean necesarios. Yo propondría en cambio campañas que inventaran lugares secretos, chicos escondidos que se leen entre sí algo que los adultos quizá desaprueben. En todo lector empedernido hubo centenares de actos de transgresión, momentos en que se ocultaba el libro a los adultos, horas de soledad o de asociación peligrosa. Consigna de un programa para adolescentes: leer un libro para que los padres se opongan. Leer contra la escuela y no para ella."