¿Por qué se mata un escritor?

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El País Semanal, Madrid
28 de septiembre de 2008
¿Por qué se mata un escritor?

HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
La última promesa de la literatura americana, David Foster Wallace, se quitó la vida hace un par de semanas. A partir de este caso, el escritor colombiano analiza qué ha significado el suicidio para muchas otras figuras de las letras.
Se dice, con más razón que sorna, que el único riesgo profesional de los poetas es el suicidio. No sé si hay estadísticas, pero tengo la impresión de que los escritores se suicidan más, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un rápido censo mental, muchos nombres se me vienen a la mente desde la antigüedad hasta hoy, mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, Séneca, Silva, Larra, Woolf, Salgari, Trakl, Lugones, Mishima, Pizarnik, Hemingway, Plath, Márai... Y el pasado 12 de septiembre, la gran promesa de la narrativa estadounidense, David Foster Wallace, a quien hallaron ahorcado en su casa; un novelista de 46 años que ya en otras ocasiones había pedido que le protegieran de su propia pulsión de quitarse la vida.
Primo Levi le dedica el sexto capítulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Améry. Dice Levi que "su suicidio, como todos, admite una nebulosa de explicaciones". Esa misma nebulosa se ha empleado después para tratar de explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo -al parecer- más para evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz. Ocurrió en 1987, aunque con la ambigüedad que muchos suicidas prefieren, de modo que las familias puedan aferrarse a la duda de un accidente: se precipitó por el hueco de las escaleras del edificio donde vivía, en el barrio de La Crocetta, en Turín, sin dejar carta de despedida.
Por estos días se celebró el centenario del nacimiento de Cesare Pavese, otro homicida de sí mismo, en la misma ciudad del norte de Italia. Esto me llevó a releer páginas de su diario. Ahí, al final, y poco antes de que se matara, dejó escrito: "Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo". Maupassant, que se murió por enfermedad un año después de intentar suicidarse, lo definió de un modo casi inverso: "El suicidio es el sublime valor de los vencidos". La última entrada de Pavese, el 18 de agosto, me ha dado siempre escalofríos: "Sin palabras. Un gesto. No volveré a escribir".
Pavese murió en la soledad de un cuarto de hotel, pero hay escritores a los que no les gusta suicidarse solos. Heinrich von Kleist cambió varias veces de novia hasta que al fin una, Henrriette Vogel, aceptó quitarse la vida con él, a orillas del lago Wannsee, cerca de Berlín. El lugar es hoy un sitio de peregrinación. Se trata de un rincón apacible, bucólico, como si los románticos escogieran con gusto incluso el sitio de su muerte. Otros suicidas en compañía fueron Arthur Koestler y Stefan Zweig. El primero se fue del mundo en un pacto con su tercera esposa, Cynthia Jefferies. También Zweig lo hizo con su mujer, Lotte Altmann, en Petrópolis (Brasil), donde se había refugiado de las persecuciones a los judíos durante la II Guerra Mundial. El suicidio de Koestler, otro judío perseguido por los nazis, obedeció más a sus convicciones a favor de la eutanasia: estaba enfermo de párkinson y leucemia.
Albert Camus, que murió en un accidente sin ningún viso de suicidio, dejó escrito lo siguiente al principio de El mito de Sísifo: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía".
Algunos escritores, más que cartas, dejan libros completos sobre su ánimo. Henri Roorda terminó Mi suicidio poco antes de matarse. Allí dejó escrito: "Amo enormemente la vida. Pero para gozar el espectáculo hay que ocupar una buena butaca, y en la tierra la mayoría de las butacas son malas". Antes de matarse, Jean Améry escribió un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo) donde explica que la primera lógica de la que escapa el suicida es la del axioma vitalista "la vida es el bien supremo". Si esto se niega -"la vida no es el bien supremo"-, o si en determinadas circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se entenderá mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es nuestro mundo. Así lo dijo Wittgenstein en uno de sus aforismos: "El mundo de quien es feliz es otro distinto al mundo del que es infeliz". El suicida, al darse una muerte libre, voluntaria, quiere hacer cesar ese mundo para él infeliz.
Por no entender este pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena), los Estados y las religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calificándolo de delito y de pecado. En algunos países, incluso, se llega al absurdo de castigarlo con la pena de muerte. Toman el cuerpo exánime del suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio público, para que aprendan.
De alguna manera, la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran "enterrados en sagrado", castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas, considerados como "discípulos de Judas". Su posición, por suerte, se ha vuelto más compasiva.
Hay quienes se matan tranquilos, planeándolo; otros, en un arranque de autodestrucción. Unos, sobrios; otros, drogados. El poeta Juan Manuel Roca desaconseja que nos matemos borrachos: "Es el problema del alcohol; alguien puede suicidarse y al día siguiente no acordarse de nada". Es un chiste, pero podría no serlo. Un gran experto inglés en suicidios literarios, A. Álvarez, intentó suicidarse, borracho, una noche de Navidad. Se despertó tres días después sin acordarse de nada, pero con la sensación de que ya sería para siempre un suicida frustrado. También él escribió un estudio estupendo, El dios salvaje.
Creo que la raza de los escritores suicidas, pero indecisos, se ha inventado otro tipo de estrategia para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. Así hizo Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta; Goethe, con el joven Werther; Tolstói, con Anna, y Schnitzler, con el subteniente Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo sé por experiencia propia.
Otros, en cambio, se despiden con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: "Adiós, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del engaño". Piensa uno en los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber de matarse. Pero mientras llega ese instante de lucidez en las tinieblas habrá que seguir viviendo, aunque tal vez con el mismo sentimiento de culpa que escribió una vez Thomas Bernhard: "Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo. Yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa común con todos y cada uno, y me refugio en la falta de carácter como en una piel nauseabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por seguir viviendo".

Las manías de los escritores reunidas en un libro

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Domingo, 12 de Octubre de 2008
Las manías de los escritores reunidas en un libro
Pequeñas anécdotas a pie de página
Proust trabajaba hasta las 7 de la mañana, Dostoievski escribía día y noche, Sartre era un grafómano obsesivo y Marguerite Duras tenía siempre al lado una botella de whisky. Estas y otras historias fueron recopiladas por el autor italiano Francesco Piccolo en Escribir es un tic.

Hemingway aconsejó sin saberlo a Gabo.
Rushdie vivió amenazado en más de 50 casas, sin abandonar su rutina.
Por Silvina Friera
En la era de la grafomanía, el oficio de escritor no se considera tal. Cualquiera puede “ejercerlo”, basta con escribir un relato o algo que se le parezca. El chileno Luis Sepúlveda siempre se acuerda de un oficial de aduanas de Quito. “Cada vez que tenía que mendigar una visa me preguntaba la profesión. Cuando le contestaba: ‘Escritor’, repetía: ‘Le he preguntado la profesión’”. Muchos, como ese oficial de aduanas, creen que los escritores escriben cuando tienen “mal de amores”, cuando hay luna llena o, con suerte, cuando reciben la visita de esa extraña dama llamada Inspiración. En Escribir es un tic (Paidós), el escritor italiano Francesco Piccolo propone un recorrido ligero de equipaje por los métodos y las manías de Balzac, Hemingway, Claudio Magris, Ian McEwan, Thomas Mann, Marcel Proust, Gabriel García Márquez, Paul Valéry, Kafka, Sartre, Georges Simenon, William Faulkner, Marguerite Duras, Mark Twain, Raymond Carver, Italo Calvino y Gustave Flaubert, entre otros escritores. El libro, según plantea el autor en el prólogo, nació de un deseo íntimo. “Sentía la necesidad de reunir una documentación práctica para mostrar que el oficio de escribir tiene sus reglas y no se parece en nada a esa imaginería de colegial tan falsa.” Pi-ccolo, en su embestida contra el mito romántico del poeta, copió páginas y páginas en la que los escritores hablaban de cómo escribían, dónde, cómo habían empezado y por qué, “para recordarme a mí mismo todos los días que la escritura es una combinación original de devoción sagrada y mentalidad de empleado”.


Vivir como un burgués, escribir como un loco
Cuando William Faulkner vivía en Nueva Orleans, conoció a Sherwood Anderson. “Pasábamos las tardes paseando juntos por la ciudad y hablando con la gente. Luego, por la noche, delante de una o dos botellas, él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía no lo veía nunca. Se quedaba en casa trabajando. Decidí que si ésa era la vida del escritor, yo también lo sería”, dijo el autor de Las palmeras salvajes. Kafka confesaba que el ritmo de su vida estaba organizado exclusivamente con vistas a escribir: “Si experimenta cambios, lo hace para adaptarse lo mejor posible al escritor, porque el tiempo es corto, las fuerzas son escasas, la oficina es un espanto, la habitación es ruidosa, y hay que salir del paso con artificios, cuando no se puede hacer con una buena vida recta”. Un periodista que entrevistó a Ian McEwan se sorprendió por la vida que llevaba el autor de Expiación, con esposa e hijos, té y costumbres semanales, en contraste con sus historias crueles, inquietantes. “Esta tranquilidad requiere un afán continuo y unos ajustes continuos. Considero que es la condición indispensable para tener trato con mi imaginación”, revela el escritor británico, y recuerda que Flaubert decía que habría que vivir como un burgués y escribir como un loco. “Si te creés el mito romántico del poeta que se acuesta a las cinco de la madrugada, borracho y con cinco o seis mujeres a la vez, puedes hacer lo que sea menos escribir”, ironiza McEwan.

El fantasma más temido
Proust tenía la costumbre de volver a su casa muy tarde. Se ponía el pijama y un grueso jersey de lana del Pirineo, y trabajaba hasta las siete de la mañana o incluso hasta más tarde. Sentado en la cama, las rodillas le servían de escritorio; la posición era incómoda, pero Proust no se preocupaba por su salud ni por su comodidad. En una carta a su amigo Louis de Robert cuenta que, al escribir así, apoyado en el codo, en papeles inestables, se sentía muerto de cansancio al cabo de diez renglones. Escribía deprisa, con pluma de marca Sergent Major. En la mesita de luz tenía quince plumas al alcance de la mano (si una se le caía, no tenía que recogerla), dos tinteros escolares de vidrio, un reloj de péndulo barato y material para sus inhalaciones. Gabriel García Márquez señala que su maestro fue Hemingway. La lección que aprendió del narrador norteamericano fue ésta: “El descubrimiento de que el trabajo de todos los días sólo debe interrumpirse cuando ya sabes cómo reanudarlo al día siguiente. No creo que se haya dado nunca un consejo mejor para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido por los escritores: la agonía matutina ante el papel en blanco”.

El propio Hemingway narró de un modo magistral su jornada de escritor parisiense en París era una fiesta. Por lo general escribía en una cafetería, pero durante una temporada solía alquilar una habitación de hotel bien calefaccionada, y mientras escribía comía mandarinas o castañas asadas. Subía a la habitación con una idea en la cabeza, trabajaba toda la tarde desarrollándola, escribiéndola una y otra vez hasta que surgía otra idea. Cuando aparecía esa nueva idea, Hemingway dejaba de escribir. Cerraba el cuaderno y salía, muy contento, a dar una vuelta por París; sabía que hasta el día siguiente ya no debía pensar en esa idea, para que el subconsciente trabajara por él. Leía, caminaba, hacía gimnasia, se acostaba con su mujer.

Un caso especial es el de Salman Rushdie. Cuando se pronunció la fatwa contra él, cambió radicalmente su vida y en pocos años vivió en más de cincuenta casas distintas; pero a pesar del peligro y la vida desordenada, todos los días encendía la computadora a las diez y media de la mañana y trabajaba unas cuatro horas.

Escribir es reescribir
“La primera redacción la hago a mano –explicaba Raymond Carver–. Con soltura, casi con prisa. Luego escribo a máquina y ya cambio algunas cosas. Añado, quito. Hago dos o tres redacciones y entonces le paso el borrador a Tess, que me da su opinión. Luego entrego la copia mecanografiada a una señora que tiene una computadora personal. A la mañana siguiente ella me trae el texto impreso. Hago más correcciones, hago cortes, a veces radicales, y se lo devuelvo. Ella vuelve a escribirlo y así varias veces, cinco, diez. He llegado a hacer treinta redacciones de un relato. Con una poesía incluso más.” Dostoievski escribía día y noche, en cambio T. S. Eliot sólo un par de horas: “He descubierto que más de tres horas no funciona. Como mucho pulo un poco el texto. Cuando me he pasado de las tres horas, nunca he producido cosas satisfactorias. Es mejor dejarlo ahí y dedicarse a otra cosa”.

El mejor “órgano de control” de la escritura es la reescritura. Flaubert afirmaba: “Escribir significa reescribir”, y en una carta a Louise Colet comentaba: “Hoy me he pasado ocho horas corrigiendo cinco páginas y creo que he trabajado bien”. García Márquez escribe y corrige, corrige y escribe hasta que su agente literario le imprime el manuscrito, casi a la fuerza. “Un libro no se termina, se abandona”, admite el colombiano, y de mala gana lo entrega a su destino. Sartre escribía cuarenta páginas diarias de lo que fuera (sobre todo cartas), pero era un grafómano obsesivo. Mary McCarthy hacía crítica teatral en una revista, pero cuando se casó con Edmund Wilson, su marido decidió que podía dedicarse a la narrativa. “Me metió en un cuartito, no me encerró con llave pero me dijo: ‘Quédate ahí y trabaja’. Lo hice, me senté y me puse a escribir”, recordaba la autora de Memorias de una joven católica. Una costumbre rígida como la de Paul Valéry, que todos los días, de cuatro a siete de la mañana (en la “hora pura y profunda”) tomaba asiento en su escritorio, y nos ha regalado sus 261 Cuadernos, escritos entre 1894 y 1945, una de las obras más luminosas del siglo XX. Valéry dedicaba a los cuadernos las horas incipientes de la mañana.

Manías domésticas
Los ritos están presentes en todas las formas de creación artística. La Premio Nobel de Literatura Toni Morrison cuenta que el cuarto donde escribe está lleno de duendes y espíritus mágicos y está tan convencida que no deja entrar a nadie por miedo a que esas figuras mágicas se escapen si ven a un extraño. Los instrumentos de trabajo imprescindibles de Marguerite Duras eran una botella de whisky siempre a mano, “una marca de tinta negra difícil de encontrar” y la misma mesa y la misma silla delante de la misma ventana. Y, sobre todo, la casa en silencio, una casa tan querida que la consideraba “un caparazón protector”. Cuando Balzac se disponía a escribir un libro, no admitía distracciones: cerraba las cortinas y no distinguía el día de la noche. Mientras duraba la composición, no bebía vino ni licores. Pero era adicto al café. Thomas Mann reunía a su familia todas las noches y les leía lo que había escrito durante el día. Después entablaba discusiones con su esposa y sus hijos, que tenían permitido opinar. Más de una vez, Mann acababa aceptando sus consejos.

Mark Twain, con precisión obsesiva, llevaba la cuenta de las palabras que había escrito durante el día: “en sus manuscritos se pueden ver pequeños números escritos a lápiz cada equis páginas”. Hemingway, cuando escribía, llevaba como amuleto en el bolsillo derecho “una castaña de Indias y una pata de conejo raída, con los huesos y los tendones relucientes de tanto sobarlos”. Bruce Chatwin tenía fijación con los cuadernos donde anotaba sus impresiones durante sus viajes; eran del tipo moleskine), fabricados por una pequeña empresa familiar de Tours, pero Chatwin los compraba siempre en una papelería de la Rue de l’Ancienne Comédie y escribía en ellos su nombre y dirección, y ofrecía generosas recompensas, si los perdía, a quien los encontrase. A Antonio Tabucchi le gusta escribir en cuadernos escolares con tapas negras y lomo rojo. En Italia ya no los encuentra, por lo que va a buscarlos a las tiendas de la vieja Lisboa. Calvino solía escribir en el reverso de las galeras, sobre todo en su despacho de la editorial Einaudi, porque además de ahorrar papel pensaba que así se le bajaban los humos.


El método Simenon
Georges Simenon sacaba una guía telefónica al azar, se sentaba a la mesa y la hojeaba. Cuando encontraba un nombre que le gustaba lo escribía en un papel. Seguía consultando guías hasta haber reunido una treintena de nombres en su lista. Luego empezaba la segunda fase: con la lista de los treinta nombres en una mano y en la otra una bola de oro macizo, que habitualmente estaba encima de su escritorio, paseaba de un lado a otro de su despacho haciendo resonar en su boca los nombres que había copiado, uno a uno, como cuando un catador paladea un sorbo de vino. Cuando uno de los treinta nombres no superaba la prueba, el creador de Maigret, ese comisario de mirada profunda, se detenía un momento junto a la mesa y lo tachaba con un lápiz. El rito proseguía hasta que la lista se reducía a doce nombres. Entonces empezaba la fase número tres: volvía a sentarse a la mesa y escribía una ficha biográfica de cada uno de los doce nombres, en hojas separadas. Después apilaba esas hojas como naipes sobre el tablero de la mesa, barajaba los destinos de los personajes y por fin se ponía a escribir la novela, sin separar el lápiz del papel.


Un cuarto propio
“En casa no puedo escribir, necesito aislamiento, y la cafetería es un aislamiento especial: es el sitio donde la soledad se verifica en medio de los demás”, subraya Claudio Magris. Cuando Don DeLillo está lejos de su casa, se lleva su máquina de escribir, pero admite que necesita varios días para acostumbrarse al nuevo ambiente. “Es un trastorno muy grande no tener tu propia mesa, tus propias paredes, ciertas imágenes, las fotografías, los objetos, los libros. Es como estar perdido en el espacio, y necesitás una eternidad para acomodarte.” DeLillo nunca pudo familiarizarse con la computadora. “Necesito el ruido de las teclas, de las teclas de la máquina de escribir manual. La materialidad de un tecleo tiene un peso, es como si usara martillos para esculpir las páginas.” La máquina de escribir de Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura, era, sin duda, la más especial: “No es una máquina de escribir, es un crítico literario. Lo he dicho también en Estocolmo. Cuando la historia que estoy escribiendo no le gusta, deja de trabajar”.

Cesare Pavese-Cinco poemas

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La Jornada Semanal, México, DF

7 de septiembre de 2008

Vendrá la muerte
y tendrá tus ojos...
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos–
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sobre ti sola te inclinas
en el espejo. Oh esperanza querida,
ese día sabremos también nosotros
que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
resurgir un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Descenderemos al abismo mudos.



La noche
Pero la noche ventosa, la límpida noche
que el recuerdo rozaba solamente, está remota,
es un recuerdo. Perdura una calma asombrada
también ella hecha de hojas y de nada. No queda
de aquel tiempo más allá de los recuerdos, sino un vago
recordar.
A veces retorna en el día
en la inmóvil luz del día de verano
aquel remoto estupor.
Por la ventana vacía
el niño miraba la noche sobre las colinas
frescas y negras, y lo asombraba verlas en montón:
vaga y límpida inmovilidad. Entre las hojas
que susurraban en la sombra, surgían las colinas
donde todas las cosas del día, las laderas
y las plantas y las viñas, eran nítidas y muertas
y la vida era otra, de viento, de cielo,
y de hojas y de nada.
A veces retorna
en la inmóvil calma del día el recuerdo
de aquel vivir absorto, en la luz asombrada.

La voz
Cada día el silencio del cuarto solitario
se cierra sobre el leve derroche de cada gesto
como el aire. Cada día la breve ventana
se abre inmóvil al aire que calla. La voz
ronca y dulce no vuelve en el fresco silencio.
Se abre como el respiro de quien esté por hablar
el aire inmóvil, y calla. Cada día es el mismo.
Y la voz es la misma, no rompe el silencio,
ronca e igual por siempre en la inmovilidad
del recuerdo. La clara ventana acompaña
con su latido breve la calma de entonces.
Cada gesto percute la calma de entonces.
Si sonase la voz, volvería el dolor.
Volverían los gestos en el aire asombrado
y palabras palabras a la voz sumisa.
Si sonase la voz aun el latido breve
del silencio que dura, se haría dolor.
Volverían los gestos del vano dolor,
percutiendo las cosas en el zumbido del tiempo.
Pero la voz no vuelve, y el susurro remoto
no encrespa el recuerdo. La inmóvil luz
da su latido fresco. Para siempre el silencio
calla ronco y sumiso en el recuerdo de entonces.

Palabras de política
Se pasaba ligero por el mercado de los peces
para lavarse la mirada: los había de plata,
bermejos, verdes, color mar.
Comparado con el mar todo escamas de plata
ganaban los peces. Se pensaba en el regreso.
Bellas hasta las mujeres del ánfora en la cabeza,
aceitunada, forjada sobre la forma de los flancos
dulcemente: cada uno pensaba en las mujeres,
cómo hablan, ríen, caminan por la calle.
Reíamos cada uno. Llovía sobre el mar.
Por las viñas escondidas en las fracturas de la tierra
el agua macera hojas y racimos. El cielo
se colorea de nubes escasas, enrojecidas
de placer y de sol. Sobre la tierra sabores
y colores en el cielo. Nadie con nosotros.
Se pensaba en el regreso, como después de una noche
de insomnio se piensa en la mañana.
Se gozaba el color de los peces y el jugo
de la fruta, vivaces en el hedor del mar.
Ebrios estábamos, en el retorno inminente.


Eres como una tierra...
Eres como una tierra
que ninguno ha nombrado.
Ya nada esperas
sino la palabra
que brotará de lo hondo
como un fruto entre ramas.
Hay un viento que te alcanza.
Cosas secas y muertas
te abruman y andan en el viento.
Cuerpos, voces antiguas.
Tiemblas en el verano.

Versiones de Rodolfo Alonso

Mujeres lectoras de Oklahoma

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Diario Clarín, Buenos Aires
23 de octubre de 2008
La singular resistencia literaria de un grupo de mujeres demócratas
Se juntan una vez al mes a discutir libros. Van a contramano de la mayoría, en un estado conservador.
Por: Paula Lugones
LAS "CHICAS" QUE SE JUNTAN A LEER. GERRY NELSON, CAROL STONE, KAREN MELCHER Y TRISH EMIG, EN CASA DE GERRY.

El aroma a chocolate inunda la casa de la calle Eskridge Place, en Stillwater. Todo huele a brownies, una deliciosa sorpresa que la dueña de casa --es fácil hacerlo, dirá, pero jamás develará la receta-- cocinó especialmente para agasajar a sus invitadas. De a poco, ellas van llegando. Será un ejercicio de sutileza averiguar cuántos años tienen, pero digamos que todas se acercan o superan los sesenta. Algunas más clásicas, otras más modernas. Casadas, viudas, jubiladas, abuelas casi todas, sus hijos y sus nietos son sus temas favoritos. Podrían ser las típicas señoras que se reúnen a tomar el té, coser o bordar cubrecamas quilt, una tradición en cualquier casa de Oklahoma. Pero no. A estas damas les gusta la política. Leen, se informan, discuten y todos los meses se juntan a debatir un libro que asignan como lectura. Este grupo es una rareza, un enclave liberal que pelea por sus ideas en uno de los estados más conservadores de los EE.UU.

La dueña de casa es Gerada Nelson, casada con Ted, un profesor retirado de Economía Agraria. Tiene tres hijos: una periodista, un médico y la menor, que se dedica a la música. Su hogar conserva aún restos del esplendor de una típica casa de suburbio estadounidense: un living familiar inmenso, un comedor para visitas, tres dormitorios, un escritorio y un parque con un nogal plantado hace 40 años.

Gerada --le dicen Gerry-- es la anfitriona y sirve café a "las chicas". Ellas hablan a borbotones y dicen divertirse de lo lindo cuando se reúnen una vez por mes para debatir sobre libros de política nacional o internacional, de interés general o de cualquier tema que valga la pena.

"En enero elegimos 12 libros para leer todo el año. Luego nos reunimos en cada una de las casas y nos divertimos, tomamos vinos, comemos quesos y hay un líder que coordina la discusión", dice Trish Emig, militante del Partido Demócrata. El libro de este mes tomó una actualidad impensada, dicen las damas. Se llama The abstinence teacher, de Tom Perrota, y es sobre un maestro que enseña educación sexual en una escuela evangélica y plantea una manera nueva de enseñar el sexo a los jóvenes. Hablar de sexo en Oklahoma --un estado conservador y religioso donde Darwin se convierte en mala palabra-- es complicado. Cualquier contacto fuera del matrimonio es un pecado y ni hablar si no llega a ser entre un hombre y una mujer. Syamali Nandi, que vino desde la India hace 30 años, acota: "En mi país nadie habla de sexo. Acá al menos podemos."

Las mujeres cuentan que eligieron el libro en enero, pero que "el tema se volvió muy actual con el embarazo de la hija adolescente de Sarah Palin", la candidata a vice de John McCain, se entusiasma Gerada. Carol Stone, maestra jubilada, cuenta que otros temas que han tratado durante el año son el conflicto palestino-israelí; Brasil y la explotación de la Amazonia y el Holocausto. Karen Melcher, de antepasados suecos y ex empleada de un laboratorio, dice que para ella el grupo "es una manera de estar conectada intelectualmente, de salir de casa. A veces tenemos algunas diferencias de opinión, pero políticamente somos parecidas", señala. Las damas coinciden en que son una rareza. "Aquí a la gente no le gusta leer. Ve sitcoms y deportes en la televisión. No quieren conocer el mundo", apunta Trish.

El grupo no es ajeno a la crisis y varias de ellas han perdido buena parte de sus ahorros. Pero --aseguran-- la plata no es primordial para forjarse el futuro: la educación es la clave. Beth Hornton, por ejemplo, cuenta que sus abuelos eran "muy pobres", pero que sus padres "tuvieron dinero como para mandarnos a la universidad". Todas tienen hijos profesionales.

Varias de estas mujeres se hacen tiempo para trabajar en otras organizaciones. Karen es miembro de un grupo favorable al control de armas. Deanna Hommer es una militante contra el calentamiento global, Trish recauda fondos para la campaña demócrata.

Ellas son una isla. Preferirán The New York Times al diario local o a la cadena Fox, el café expreso de Starbuck's al más livianito del Dunkin Donuts, el chablis a la cerveza y pasar sus vacaciones en el exterior, aunque no todas tengan el dinero para hacerlo. Todas detestan a Sarah Palin y la consideran incapaz para el cargo de vicepresidenta.

Trish suspira, minutos antes de abandonar la reunión para irse a un acto a favor de Barack Obama: "Es difícil ser liberal en Oklahoma. Somos un grupo de mujeres que compartimos opiniones y podemos expresar nuestros valores sin tener miedo."

TERAPIA LITERARIA

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PERSISTENCIA
Margarita Carrera
19-06-08
Cuando observo la vida que llevan aquí en Guatemala los políticos, me aferro aún más a mi quehacer literario. Nada tan grato como estar en paz con uno mismo y disfrutar de la vida, aunque a veces tengamos enemigos por lo que escribimos. Pero uno no es monedita de oro; no siempre te aplaudirán por tus opiniones. Nada como leer y escribir para saber lo que vale esta vida.
Hace poco salió en la Revista D de P.L. un artículo de Daniel Galilea sobre la importancia que tiene el mundo de las letras (y demás artes) en el humano. No sólo le proporciona placer y mayor conocimiento de cuanto le rodea, sino le ayuda a curar el alma. A esto se le llama “terapia literaria” o “literapia”. Yo no sé qué hubiera sido de mi vida sin la ayuda de la lectura y escritura. Leer me hizo saber de los demás y de cuanto me rodea, también penetrar mejor dentro de mí misma. Porque leyendo descubrimos ese otro yo que, con frecuencia, se encuentra oculto en el mundo del inconsciente. Además del placer por la lectura de los grandes escritores, está la capacidad que adquirimos para ver qué es lo que mayormente anhelamos o soñamos en esta vida.
En el artículo de Galilea se habla de los seguidores de la denominada “Literapia” o “terapia literaria”. Un proyecto innovador del cual escasamente se oye hablar aquí en Guatemala. Participan en él médicos, filólogos, psicólogos, profesores y escritores. Todos proponen el uso de la lectura y la escritura como instrumento curativo. Porque lo que leemos o escribimos nos cambia para ser mejores. Cuando, por los años 70, sintiéndome muy enferma, acudí al primer psiquiatra, se empezó a generar una benéfica transformación dentro de mí. Dejé de girar alrededor de la persona o el objeto que se había apoderado de mi alma y comencé a verme de otra manera, más sana. Pero cuando desesperada sentía que no podía salir de la depresión en la que me sumía, le hablaba a mi doctor por teléfono: póngase a escribir, me aconsejaba éste. En aquel entonces aún no había los fármacos que existen hoy en día. Me sentaba, entonces, a escribir todo aquello que me viniera a la mente. Un dictado de mi inconsciente, más que de mi razón. Al cabo de una hora, dejaba la pluma y leía lo escrito. Me daba cuenta de lo mucho que me ocultaba, de lo mucho que no quería saber de mí misma.
Luego, estaban los libros que leía. En esa época empecé a leer “En la búsqueda del tiempo perdido”, de Marcel Proust. Los siete enormes tomos. ¡Qué placer inigualable! Al colmo que cuando terminé el último tomo, sentí una tristeza enorme. Quería seguir leyendo aquellas aventuras internas y externas de Proust. Al mismo tiempo descubría a Freud. ¡Pero si cuanto escribía éste eran temas tratados en mi terapia! Me volví adicta a Freud, al colmo que estudié todas sus obras. Fue así como, avanzados los años 70, pude crear mi poemario “Del Noveno Círculo”; al principio, un intento de memorias. Cuando mi pluma dejó de correr rápidamente sobre el papel y lo leí, quedé asombrada: ¿qué persona me había dictado semejantes palabras? Una etapa dura y hermosa de una vida atormentada. Porque “escribir es tocar la vida con los dedos del alma”.

CINCO CUENTOS POPULARES SERBIOS

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El rey y el pastor
Un rey tenía una hija que era muy bonita. Su belleza había cobrado fama y los reyes y zares iban allá a pedir su mano o sólo para verla, como para presenciar un milagro, pero su padre no quiso darla a nadie más, sino a quien fuera más astuto que él y pudiera engañarlo de alguna manera. Esto escuchó un hombre rico que vivía muy lejos.
Él partió desde su lejano país y, después de pasar por muchos países y ciudades, una tarde el camino lo llevó enfrente de la casa de un hombre, también rico. Cuando preguntó si podía pernoctar, el dueño lo recibió muy bien y le dijo que sí podía, ¡cómo no! El dueño, enseguida, sacrificó un cerdo semental para el visitante y, a la hora de servirlo, dejaron la cabeza para un pastor que estaba cuidando el ganado en la montaña. Cuando amaneció el día siguiente, el viajero continuó por su camino para pedir la mano de la hija del zar. Al pasar por las montañas, encontró al pastor de la casa donde le habían dado albergue y, luego de saludarlo, dijo: “¡Paces bien!” El pastor le contestó: “Pazco para pacer.” El viajero siguió hablándole: “Anoche pernocté con ustedes.” Y el pastor le respondió: “Está bien que estuviste con nosotros, el camino te trajo.” Otra vez el viajero: “Cuando llegué a su casa, fue sacrificado un cerdo enorme para mí.” El pastor: “Cuando está la gente de visita, hay que servirle lo mejor.” Otra vez el viajero: “Para ti dejamos la cabeza.” El pastor: “La cabeza es para la cabeza.” El viajero: “Los criados la pusieron en el anaquel, pero llegó la perra y se la comió.” El pastor: “La cabeza era para ella.” Otra vez le dijo el viajero: “Tu padre llegó y mató a aquella perra.” El pastor: “Estuvo bien que la mataran, la perra se lo mereció.” Otra vez el viajero: “Cuando la mataron la tiraron en el basurero.” El pastor: “Si la tiraron en el basurero, es porque ahí yacía mientras vivía.”
Al ver que el pastor siempre tenía una respuesta, el viajero se asombró mucho y pensó que este pastor sería bueno para pedir la mano de la hija del zar y le dijo: “Por Dios, acércate un poco para que platiquemos un poco más.” Y el pastor le respondió: “Espera un poco hasta que traiga a las ovejas.” Entonces el pastor se fue corriendo, regresó con las ovejas y se le acercó a aquel hombre, el cual le dijo: “Yo me voy con tal y tal rey para pedirle la mano de su hija, pero él no quiere dar a su hija a nadie sino al que sea más astuto que él y lo pueda engañar de alguna manera. Veo que tú eres de mente astuta y que sabes hablar bien y sabiamente, ¿quieres ir conmigo con este rey, para que me consigas a la princesa?” A esto el pastor respondió: “Iré.” Y de ahí se fueron juntos y llegaron a la ciudad donde vivía aquel rey.
Cuando llegaron hasta la puerta del palacio, los recibió la guardia, que les preguntó: “¿A dónde van?” Ellos respondieron: “Nosotros venimos con el rey para pedirle la mano de su hija.” Y el guardia: “Todos los que quieren pedir la mano de la hija del rey tienen el paso libre.” Se les dejó pasar y, una vez arriba, enfrente del zar, aquel hombre rico dijo: “¡Que Dios nos ayude, rey preclaro!” Y el rey le devolvió el saludo: “¡Que Dios les dé bien, hijos!” Y luego le dijo a aquel hombre rico: “¿Por qué vino aquel campesino de vestido burdo?” El pastor no dejó responder al hombre, sino que se incorporó y dijo: “Si yo soy el campesino de vestido burdo, yo tengo más fortuna que aquellos con vestido bonito, y además tengo tres mil ovejas. Así, en un valle ordeño, en otro cuajo y en el tercero almaceno el alimento.” El rey le dijo: “Es bueno que tengas tanta riqueza.” El pastor le secundó: “Eso no es bueno, sino malo.” El rey: “¿De dónde puede ser malo si tu dijiste tantas cosas buenas?” El pastor contestó: “Eh, toda la comida se echó a perder y se pudrió.” El rey dijo: “¡Qué lástima! ¡Tanta pérdida se hizo!” El pastor le secundó: “Esto para mí no es malo sino bueno.” Y el rey dijo: “¿Pero, cómo?” El pastor: “Yo tomé el arado y aré trescientos días y sembré trigo.” El rey dijo: “Esto es bueno, que sembraste tanto trigo.” El pastor le secundó: “A fe mía, no es bueno sino malo.” El rey: “¿Por qué, pobre hombre?” Contestó el pastor: “Se me echó a perder aquel trigo: crecieron hayas y abetos.” El rey: “¡Oh, ahí hubo mucha pérdida!” El pastor: “Ahí, para mí, no hubo pérdida sino provecho.” El rey: “¿Cómo pudo haber provecho, si tanto trigo se echó a perder?” El pastor respondió: “Porque llegó volando un enjambre de abejas y cubrió por completo las hayas y abetos, no se les veían las ramas ni las raíces.” Entonces dijo el zar: “Esto es bueno, que llegaron tantas abejas.” El pastor le secundó: “A fe mía, no es bueno sino malo.” Otra vez el rey: “¿Pero, por qué?” El pastor le respondió: “Calentó el sol veraniego y se derritió aquel mosto y miel, y todo se derramó por el valle.” Entonces dijo el rey: “A fe mía, ahí sí estuvo mal.” El pastor: “A fe mía, no estuvo mal, sino bien.” Otra vez pregunta el rey: “¿Pero, cómo?” El pastor le respondió: “Yo atrapé una pulga y la degollé y le desollé la piel y llené trescientas cargas.” Entonces, el rey dijo: “A fe mía, esto sí que es una mentira.” Y el pastor respondió: “Si es una mentira, tú la creíste como verdad. Ya te engañé lo suficiente, así que dame a tu hija, me la gané.” El rey no pudo hacer nada, sino que dio a su hija al pastor; el pastor se la dio al hombre rico y el hombre rico le entregó al pastor una grande e incontable fortuna.




Un carnero con el vellón de oro
Había una vez un cazador que un día salió a cazar al bosque. Entonces, saltó enfrente de él un carnero con su vellón de oro. Al verlo, el cazador le apuntó con la escopeta para matarlo, pero el carnero se le adelantó corriendo y lo mató primero, con los cuernos. El cazador cayó muerto en ese instante. Después, cuando lo encontraron sus amigos, sin saber quién lo había matado, lo llevaron a su casa y lo enterraron. Enseguida la mujer del cazador colgó la escopeta en un clavo. Al alcanzar la edad viril, el hijo le pidió a la madre aquella escopeta para ir de caza, pero la madre se negó a dársela, diciendo: “¡De ninguna manera, hijo! Tu padre murió con esta escopeta; ¿tú también quieres perder la vida?”
Un día el hijo robó la escopeta y se fue a cazar. Cuando llegó al bosque, aquel carnero con vellón de oro le salió enfrente y le dijo: “Maté a tu padre, así que también te mataré a ti.” El muchacho se asustó y dijo: “Dios, ayúdame”; levantó la escopeta contra el carnero, apuntó, disparó y lo mató. Luego, alegre porque había matado al carnero con el vellón de oro, de los que no había en el imperio, lo desolló y se llevó el vellón a la casa.
Poco a poco corrió la voz hasta el zar. Éste ordenó que se le llevara el vellón para que viera qué otros animales había en su imperio. Cuando aquel muchacho llevó el vellón y se lo mostró al zar, éste le dijo: “Pide lo que quieras por ese vellón.” Pero el muchacho contestó: “No lo voy a vender por nada.” El consejero de aquel zar era un tío del muchacho, pero no era amigo de su sobrino, sino un malvado. Le dijo al zar: “Si no quiere darte el vellón, ve la manera de cómo deshacernos de él; ordénale que haga algo imposible de hacer.” De esta manera instruyó al zar, quien llamó al muchacho y le dijo que plantara un viñedo, y que dentro de siete días le trajera de este viñedo el vino nuevo. Cuando el muchacho lo escuchó, comenzó a llorar y a rogar, diciendo que él no podía hacerlo, que era imposible hacer eso; pero el zar le dijo otra vez: “Si dentro de siete días no cumples con lo que te ordeno, no sostendrás la cabeza en tu cuello.” A la sazón, el muchacho se fue llorando a casa y le dijo a su madre cómo estaban las cosas; ella, al escucharlo, le respondió: “¿Acaso no te dije, hijo, que por aquella escopeta ibas a perder la vida, como tu padre?” El muchacho, llorando y pensando qué iba a hacer, a dónde se iba a esconder, salió del pueblo y se alejó mucho. De pronto, una muchacha surgió frente a él y le preguntó: “¿Por qué lloras, hermano?” Él le contestó, enojado: “Ve con Dios, no puedes ayudarme.” Continuó la caminata, pero la muchacha se le unió y comenzó a insistir con su pregunta. “Tal vez –dijo– podría ayudarte.” Entonces el muchacho se detuvo y le dijo: “Te lo diré, pero si Dios no me ayuda, nadie podrá ayudarme”, y le contó todo lo ocurrido y lo que le había ordenado el zar. Después de escucharlo, ella respondió: “No tengas miedo, hermano, ve y pídele al zar que te diga dónde estará el viñedo, y que te lo demarque; toma el morral, pon en él un tallo de albahaca, ve allá, acuéstate y duerme; en siete días tendrás madura la uva.” El muchacho regresó a casa y, afligido, le dijo a su madre cómo se había encontrado con la muchacha y lo que ella le había dicho. La madre, al escucharlo, contestó: “Ve, hijo, inténtalo, de todas maneras estás arruinado.”
El muchacho se fue con el zar, le pidió un lugar para el viñedo y que demarcara dónde iban a estar los surcos. El zar aceptó e hizo todo como se le pidió; el muchacho tomó el morral con el tallo de albahaca, se lo puso al hombro y, malhumorado, se acostó a dormir en aquel lugar. Cuando se levantó por la mañana, el viñedo ya estaba plantado; a la mañana siguiente, estaba cubierto de follaje; en siete días, ya había uva madura, aunque en esta temporada en ninguna parte había uvas. Cosechó un poco de ellas, las exprimió y le llevó al zar un poco de vino dulce, además de un poco de uvas, que puso en el lienzo. Cuando el zar vio esto, se asombró mucho, igual que los demás en la corte.
Entonces, el tío de aquel muchacho le dijo al zar: “Ahora le ordenaremos otra cosa, algo que de veras no podrá hacer.” Nuevamente instruyó a su señor, quien llamó al muchacho y le dijo: “Quiero que me hagas un palacio con colmillos de elefante.” Al escuchar esto el muchacho se fue llorando a casa y le contó a su madre lo que le había ordenado el zar: “Esto, madre, no es posible que sea ni yo podré hacerlo.” La madre le aconsejó: “Ve otra vez, hijo, fuera del pueblo, quizás Dios te lleve con aquella niña.” El muchacho salió del pueblo y, al llegar al mismo lugar donde encontró a aquella muchacha, ella nuevamente surgió frente a él y le dijo: “Otra vez, hermano, estás triste y lloras.” Y él comenzó a quejarse de lo que esta vez le había sido ordenado. La muchacha, después de escucharlo, le dijo: “Esto también será fácil; ve con el zar y pídele un barco y que ponga en él trescientos barriles de vino y trescientos barriles de rakia y, además, veinte carpinteros; cuando llegues en barco a tal y tal lugar, entre dos montañas, detente junto al agua que está ahí y vierte todo el vino y la rakia . Los elefantes vendrán ahí a tomar agua, se emborracharán y caerán dormidos; entonces, que los carpinteros les corten los colmillos y llévalos a aquel lugar donde el zar quiere que se le construya el palacio; acuéstate y duerme, y dentro de siete días estará edificado el palacio.” Enseguida, el muchacho regresó a casa y le contó a su madre cómo, otra vez, estuvo con la muchacha y lo que ella le había dicho. La madre le reiteró: “Ve, hijo, puede ser que Dios quiera que la joven te ayude nuevamente.”
El muchacho fue con el zar, le pidió todo esto y se fue a hacer lo que la joven le dijo: vinieron los elefantes, se emborracharon y cayeron dormidos; los carpinteros les cortaron los colmillos y los llevaron a aquel lugar donde iba a construirse el palacio. En la noche, el muchacho puso el tallo de albahaca en el morral y se acostó a dormir. En siete días el palacio estuvo construido. Cuando el zar vio el palacio terminado, se asombró mucho y le dijo al tío de aquel muchacho, su consejero: “Y ahora, ¿qué voy a hacer? Este no es un hombre; quién sabe qué es.” El consejero le respondió: “Ordénale una cosa más, y si esto también lo hace, de veras es algo más que un hombre.” De esa manera, otra vez incitó al zar, quien llamó al muchacho y le dijo: “Ahora sólo falta que me traigas a la hija del zar de tal y tal ciudad en otro reino. Si no me la traes, no quedará la cabeza sobre ti.”
Cuando el muchacho escuchó esto, fue con su madre y le dijo lo que el zar le había ordenado. Ella lo volvió a aconsejar: “Ve, hijo, busca otra vez a aquella joven, puede ser que Dios quiera que otra vez te salve.” El muchacho salió del pueblo y encontró a aquella joven y le contó lo que esta vez le había sido ordenado. Después de escucharlo, la muchacha dijo: “Ve y pídele al zar una galera, que en ella se construyan veinte tiendas y que en cada tienda haya de la mejor mercancía; pide que se escojan los mozos más gallardos, que los vistan bien y que los pongan como almacenistas, uno en cada tienda. Luego, tú irás en esta galera y encontrarás a un hombre que va a tener un águila viva; pregúntale si quiere vendértela; te dirá que sí y tú dale lo que pida. Después encontrarás a otro, que va a tener una carpa con escamas de oro en una canoa; compra esta carpa también, cueste lo que cueste. El tercero que encuentres va a tener una paloma viva; por la paloma da también lo que te pidan. Del águila arrancarás una pluma de su cola; de la carpa, una escama; de la paloma, una pluma del ala izquierda, y a todos los soltarás. Al llegar al otro imperio, afuera de los muros de la ciudad, abre todas las tiendas y ordena que cada mozo se ponga delante de cada una. Enseguida vendrán todos los ciudadanos y mirarán las mercancías y las admirarán; las muchachas que vengan por el agua hablarán por la ciudad: “Dice la gente: desde que ha existido esta ciudad, no se habían visto barcos y mercancías así.” Esto escuchará también la hija del zar, y le pedirá a su padre que le permita verlo. Cuando ella llegue con sus compañeras a la galera, llévala de una tienda a otra, y muéstrale la más variada y mejor mercancía; diviértela hasta que oscurezca un poco y, al oscurecer, echa a andar la galera. En ese instante caerá una noche tan oscura que no se podrá ver nada. La hija del zar va a tener en el hombro a un pájaro que siempre está con ella y, cuando perciba que el barco se va, soltará al pájaro de su hombro para que avise en la corte qué pasa y cómo está la cosa. Entonces, enciende la pluma del águila y el águila vendrá en ese instante; dile que atrape al pájaro y el águila lo atrapará. Después, la joven tirará una piedrita al agua y la galera se detendrá al instante, pero tú toma la escama de la carpa y enciéndela; la carpa vendrá inmediatamente; dile que encuentre aquella piedrita y que se la coma; la carpa la encontrará, se la comerá y la galera partirá de inmediato. Después de esto, viajarán tranquilamente mucho tiempo, hasta que lleguen a un lugar entre dos montañas. En ese lugar, la galera se petrificará y todos pasarán mucho miedo. Entonces la joven te obligará a traer agua fresca. Enciende la pluma de la paloma y la paloma vendrá inmediatamente; dale un frasquito y ella te traerá agua fresca; luego, la galera partirá al instante y llegarás felizmente a casa con la hija del zar.”
Después de escuchar a la joven, el muchacho se fue a casa y le contó todo a su mamá; luego se fue con el zar y le pidió lo que necesitaba. El zar, sin poder rechazar nada, otorgó lo solicitado; de esta manera, el muchacho se fue en el barco. En el camino hizo todo, como le había sido dicho: llegó debajo de los muros de aquella ciudad en otro imperio; consiguió a la hija del zar como le indicó la muchacha y, felizmente, regresó con ella.
En el palacio, el zar y su consejero veían desde la ventana cómo se acercaba la galera de lejos, y el consejero le dijo al zar: “Ahora mátalo en cuanto salga de la galera, de otra manera no podrás causarle daño.” Al desembarcar el barco en el puerto, comenzaron a salir todos en orden a la orilla: primero la joven con sus compañeras; luego los mozos y, finalmente, el muchacho; pero el zar había puesto cerca a un verdugo y, en cuanto el muchacho salió de la galera, el verdugo le cortó la cabeza. El zar pensaba tomar a la joven princesa para sí mismo y, al salir ella de la galera, comenzó a acariciarla, pero ella se alejó de él y dijo: “¿Dónde está el que se esforzó por mí?” Y cuando vio que le había sido cortada la cabeza, tomó el agua fresca, lo roció, le juntó la cabeza con el cuello y él revivió. Al ver el zar y su consejero que el muchacho había revivido, dijo el consejero al zar: “Ahora éste va a saber aún más de lo que sabía, porque estaba muerto y revivió.”
El zar quiso probar si realmente se sabe más cuando se resucita y ordenó que se le cortara la cabeza y que la joven lo reviviera con el agua fresca. Después de que le cortaron la cabeza al zar la princesa no quiso saber nada de él, sino que rápidamente escribió una carta a su padre, le contó todo lo sucedido y que ella quería casarse con el muchacho. El padre le contestó que el pueblo tenía que mostrarse de acuerdo con que aquel muchacho fuera el zar, y que si el pueblo no se mostraba de acuerdo declararía una guerra.
El pueblo, muy pronto, estuvo de acuerdo con que era justo que el muchacho tomara a la hija del zar y que los gobernara. De esta manera, aquel joven se casó con la princesa y se convirtió en zar; los demás mozos que iban con él se casaron con las muchachas que acompañaban a la princesa y se volvieron grandes señores.

La mujer mala
Un hombre viajó con su mujer a alguna parte y, viajando así, se encontraron caminando por un prado que estaba recién segado. Enseguida el hombre le dijo a la mujer: “¡Ah, mujer, qué bonito está ese prado segado!” Y la mujer: “¿Acaso tienes los ojos cerrados y no ves que el prado no está segado, sino cortado?” Y, otra vez, el hombre: “¡Por Dios, mujer! ¿Cómo un prado se puede cortar? Está segado, ¿no ves el pasto segado?” De esta manera, mientras el hombre demostraba que el prado estaba segado y la mujer que estaba cortado, se pelearon: el hombre le pegó a la mujer y comenzó a gritarle que se callara; la mujer se le unió por el borde del camino, le acercó los dedos a los ojos y, moviéndolos como si fueran tijeras, comenzó a gritar: “¡Cortado! ¡Cortado! ¡Cortado!” Caminando así por la orilla del camino y sin mirar de frente, sino a los ojos del hombre y cortando con los dedos, la mujer pisó un hoyo que estaba cubierto con el pasto segado y se cayó en él.
Cuando el hombre vio que ella había caído y desaparecido en el hoyo, dijo: “¡Ah, te lo mereces!” Y se fue por el camino sin mirar atrás. Después de unos cinco días, el hombre se compadeció y comenzó a decirse a sí mismo: “¡Vamos a sacarla, si aún está viva! Así es ella, quizás después mejore.” Y tomó una cuerda para sacarla. Al llegar a aquel lugar, bajó la cuerda y, al advertir que se puso tensa, exclamó: “¡Tira de ella!” Cuando la recogió casi por el extremo, había que mirar lo que él vio: en lugar de su mujer, había cogido con la cuerda al Diablo: por un lado estaba blanco como una oveja y, por el otro, negro, como es él. El hombre se asustó e iba a soltar la cuerda, pero el Diablo gritó: “¡No la sueltes, si somos hermanos, por Dios! Sácame afuera y mátame. Si no quieres regalarme la vida, sólo sácame de aquí.”
El hombre aceptó por Dios y sacó al Diablo afuera. El Diablo, inmediatamente, le preguntó qué cosa lo había traído allá para salvarlo y qué buscaba en ese hoyo. Cuando el hombre le dijo que en ese lugar se le había caído su mujer hacía unos días, y que ahora había venido para rescatarla, el Diablo gritó: “¡Qué, amigo, por Dios! ¿Ella es tu mujer? ¡Y tú pudiste vivir con ella! ¡Y todavía viniste a salvarla! Yo me caí en este hoyo hace tiempo, y aunque, la verdad, al principio no me fue fácil, después me acostumbré de alguna manera; pero desde que esta maldita mujer llegó conmigo por poco estiro la pata por su maldad en estos pocos días: me estrechó contra la pared y puedes ver cómo el lado que estuvo hacia ella encaneció. ¡Todo por su maldad! ¡Déjala, por Dios! Déjala aquí, donde está; yo te haré feliz por salvarme de ella.” Enseguida arrancó una hierba del suelo y se la dio: “Toma esta hierba y guárdala: yo me iré y entraré en la hija de tal y tal zar; de todo el imperio vendrán los curanderos, los popes y los monjes para curarla y expulsarme, pero yo no saldré hasta que tú llegues. Tú hazte el médico y ven también a curarla: sólo humea con esta hierba y yo saldré en ese instante. Luego el zar te va a dar a su hija y te va a acoger para que gobiernes con él.”
El hombre tomó la hierba, la guardó en el morral, se despidió de su amigo y se separaron. Después de algunos días, corrió la voz de que estaba enferma la hija del zar: el Diablo había entrado en ella. Se reunieron los médicos de todo el imperio, los popes y los monjes. Pero en vano: nadie podía hacer nada. Entonces el hombre tomó el morral con la hierba y lo colgó en el hombro; tomó un palo en las manos y comenzó a caminar rápidamente hacia la capital zarista, derecho al palacio. Cuando se acercó a las habitaciones donde estaba la enferma, vio cómo volaban los curanderos y las curanderas, los popes, los monjes y los obispos: leen las oraciones, dan la extremaunción, velan y llaman al Diablo para que salga, pero el Diablo, inmutable, grita desde la muchacha y se burla de ellos. El hombre fue para allá con su morral, pero no lo dejaron pasar. Entonces se fue al palacio, con la zarina; le dijo que él también era curandero y que tenía la hierba con la que había sacado a varios diablos hasta aquel momento. La zarina, como cualquier madre, saltó y lo llevó con la muchacha.
En cuanto lo vio, el Diablo le dijo: “¿Aquí estás, amigo?” “Aquí estoy.” “Bueno, entonces haz lo tuyo y yo saldré, pero ya no vuelvas a andar detrás de mí cuando escuches hablar de mí, porque no será para bien” (esto lo hablaron de tal manera que nadie, a excepción de ellos dos, pudo oírlo ni entenderlo). El hombre sacó la hierba del morral, humeó a la muchacha; el Diablo salió y la joven quedó sana como si la madre acabara de parirla. Todos los demás curanderos se fueron avergonzados, cada quien por su lado, pero a éste, el zar y la zarina lo abrazaron como a su hijo, lo pasaron al tesoro, le cambiaron la ropa y le dieron a su hija única. Asimismo, el zar le regaló a su yerno la mitad del imperio.
Después de un tiempo, entró aquel Diablo en la hija de otro zar, más poderoso, vecino del anterior. Se lanzaron a buscar la cura por todo el imperio y, al no encontrarla, se acordaron de cómo, también, la hija de aquel zar había tenido la misma enfermedad y cómo la había curado algún médico que ahora era su yerno. Entonces el zar escribió una carta a su vecino y le pidió que le enviara al curandero para que también curara a su hija: estaba dispuesto a darle lo que quisiera. Cuando el zar dijo esto a su yerno, éste se acordó de lo que su amigo le había advertido al despedirse; como no podía ir, comenzó a explicar que ya había dejado de curar y que ya no sabía hacerlo. Al recibir tal respuesta, el otro zar envió una nueva carta en la que amenazó con levantar un ejército y declarar la guerra si el zar no le enviaba a su curandero. Cuando llegó tal noticia, el zar le dijo a su yerno que no podía ser de otra manera: tenía que ir.
El yerno del zar, al verse en desgracia, se preparó y se fue. Al llegar el hombre con la hija del otro zar, el Diablo se asombró y gritó: “Amigo, ¿qué haces aquí? ¿Acaso no te dije que ya no andes detrás de mí?” “¡Eh, amigo mío! –comenzó a hablarle el yerno del zar– no vengo a sacarte de esta muchacha, sino que te busco para preguntarte qué vamos a hacer ahora. Mi mujer salió del hoyo: que me busque a mí, está bien; pero te busca a ti porque no me dejaste que la sacara de ahí.” “¿Qué? ¡No puede ser! ¡Salió tu mujer!” gritó el Diablo, saltó de la hija del zar y se fue huyendo hasta el mar azul. Jamás de los jamases volvió entre la gente.

Una doncella más astuta que el zar
Un hombre pobre vivía en una cueva y no tenía más que una hija, muy sabia, que iba a todas partes a mendigar; ella, además, enseñaba a su padre cómo mendigar y hablar astutamente. Una vez, el pobre fue con el zar para que le diera alguna limosna; el zar le preguntó de dónde era y quién le había enseñado a hablar con inteligencia. El pobre respondió de dónde era y cómo su hija le enseñaba. “Y tu hija, ¿de quién aprendió?”, preguntó el zar, y el pobre contestó: “Dios la hizo sabia y nuestra pobreza, desdichada.” A la sazón, el zar le dio treinta huevos y le dijo: “Llévale esto a tu hija y dile que los haga empollar; yo la obsequiaré bien, pero si no los empolla, te someteré a tortura.”
El pobre se fue llorando a la cueva y le contó todo a su hija. Ella se dio cuenta de que los huevos estaban cocidos; le dijo a su padre que se fuera a descansar y que ella se ocuparía de todo. El padre le hizo caso y se fue a dormir. La muchacha tomó una olla, la llenó con agua, la puso al fuego y metió ahí un puñado de habas. Cuando éstas quedaron cocidas, llamó a su padre por la mañana, le pidió que tomara el arado y los bueyes, y que se fuera a arar junto al camino por donde iba a pasar el zar. Le dijo, además: “Cuando veas al zar, toma las habas, siémbralas y grita: ‘¡Ea, bueyes! Dios quiera que germinen las habas cocidas.' Cuando el zar te pregunte cómo puede germinar un haba cocida, tú respóndele: ‘De la misma manera como los pollos pueden nacer de huevos cocidos.'” El pobre hizo caso a su hija y se fue a arar. Al ver al zar acercándose por el camino, comenzó a dar de gritos: “¡Ea, bueyes! Dios quiera que germinen las habas cocidas.” El zar, al escuchar estas palabras, se detuvo en el camino y le dijo al hombre: “Pobre hombre, ¿cómo puede germinar un haba cocida?” Éste le respondió: “Noble zar, de la misma manera como los pollos pueden empollarse de huevos cocidos.”
El zar notó inmediatamente que había sido la hija quien había enseñado a contestar al pobre. Entonces ordenó a los sirvientes apresar al hombre y traerlo delante de él; le dio una madeja de lino y dijo: “Tómala: con esta madeja tienes que hacer una sirga, las velas y cuanto se necesite para un barco; si no lo haces, perderás la cabeza.” El pobre tomó la madeja muy asustado, se fue llorando a casa y le contó todo a su hija. Ella lo mandó a dormir, prometiéndole que se iba a ocupar del problema. Al día siguiente, tomó un pequeño trozo de madera, despertó a su padre y le dijo: “Toma este trozo de madera, llévaselo al zar y dile que me haga un cáñamo, un huso, un caballete y lo demás que se requiere para la construcción de un barco, y yo haré todo lo que ordena.”
El pobre hizo caso y le habló al zar como fue instruido. El zar, al escucharlo, se asombró y se puso a pensar en lo que iba a hacer. Luego alcanzó un vasito y dijo: “Toma este vasito y llévaselo a tu hija: que vacíe todo el mar hasta que en el lugar del fondo quede el campo.” El pobre obedeció; llorando le llevó aquel vasito a su hija y le contó lo que le había ordenado el zar. La joven respondió que dejara todo hasta mañana y que ella se ocuparía. Al día siguiente llamó a su padre, le dio medio kilo de estopa y le dijo: “Llévale esta estopa al zar y dile que con ella tape todas las fuentes y los lagos; entonces yo vaciaré el mar.”. El pobre se fue, y así le dijo al zar.
Al ver el zar que la muchacha era mucho más astuta que él, ordenó al pobre traerla delante de él. Cuando la trajo, el pobre y su hija se inclinaron, y el zar preguntó a la joven: “Adivina, muchacha, ¿qué es lo que se puede escuchar más lejos?” La joven contestó: “Noble zar, lo que se puede escuchar más lejos es el rayo y la mentira.” Entonces el zar se mesó la barba y, volviéndose hacia los cortesanos, les preguntó: “Adivinen, ¿cuánto vale mi barba?” Unos dijeron tanto; otros, otro tanto; entonces la joven les dijo a todos los que no habían adivinado: “La barba del zar vale lo que valen tres lluvias de verano.” El zar se asombró y dijo: “La muchacha adivinó.” Y entonces le preguntó si ella quería ser su mujer; además, le dijo que no podía ser de otra manera. La joven se inclinó y respondió: “Noble zar, sea como tú quieras, sólo te pido que escribas con tu mano una carta, para el caso de que alguna vez te enojes conmigo y me quieras alejar de ti: debes decir que yo seré señora para llevarme de tu palacio lo que me sea más querido.” El zar aceptó y lo firmó.
Después de algún tiempo, el zar se enojó con su mujer y dijo: “Ya no quiero que seas mi mujer; vete de mi palacio a donde sepas.” La zarina le respondió: “Preclaro zar, obedeceré; sólo deja que pernocte y mañana partiré.” El zar le permitió pernoctar. Entonces, cuando cenaban, la zarina mezcló vino con rakia y algunas hierbas aromáticas y, ofreciéndoselo para tomar, le habló a su esposo: “Bebe, zar, estamos alegres, pues mañana nos separaremos y, créeme, estaré más alegre que cuando me junté contigo.” El zar se embriagó y se durmió. La zarina preparó un carruaje y llevó al zar consigo a cierta cueva. Cuando el zar se despertó en la cueva y vio en dónde estaba, gritó: “¿Quién me trajo aquí?” La zarina respondió: “Yo te traje.” El zar preguntó: “¿Por qué me hiciste esto? ¿No te dije que ya no eres mi mujer?” Entonces ella sacó la carta y le dijo: “Es verdad que me lo dijiste, noble zar, pero mira lo que firmaste en esta carta: cuando me repudiaras, podría llevar conmigo lo que me fuera más querido en tu palacio.” Al ver esto, el zar la besó y regresaron juntos al palacio.

Un castillo entre el cielo y la tierra
Había una vez un zar que tenía tres hijos y una hija. A ella la alimentaba en una jaula y la cuidaba como a sus propios ojos. Al crecer la joven, una tarde pidió a su padre que le permitiera salir con sus hermanos a pasear un poco frente al palacio, y el padre accedió. Pero, apenas salieron, en un instante bajó volando del cielo un dragón, agarró a la joven en medio de los hermanos y se la llevó entre las nubes. Los hermanos corrieron con el padre, le contaron lo ocurrido y le dijeron que ellos irían con gusto a buscarla. El padre les dio permiso para hacerlo y le dio a cada uno un caballo y lo necesario para el viaje. Así fue como partieron a buscar a su hermana.
Después de un prolongado viaje, vieron un castillo que no estaba ni en el cielo ni en la tierra. Al llegar ahí pensaron que, tal vez, en ese castillo estaría su hermana y comenzaron a ponerse de acuerdo acerca de cómo subir. Después de pensar y tratar el asunto dilatadamente, acordaron que uno de ellos sacrificara a su caballo y que harían con la piel una correa. Entonces decidieron amarrar un extremo de la correa a la flecha y lanzarla con el arco desde abajo, para que se sujetara bien al castillo y se pudiera subir por ella. Los dos hermanos menores le dijeron al mayor que él sacrificara a su caballo, pero no quiso; tampoco quiso el mediano. Fue el hermano menor quien sacrificó al suyo; con la piel del caballo hizo una correa, amarró un extremo a la flecha y la disparó hacia el castillo. Cuando tuvieron que subir por la correa, el hermano mayor y el mediano se rehusaron otra vez a hacerlo, así que subió el menor.
Una vez arriba, el muchacho comenzó a caminar de una habitación a otra y así encontró un cuarto en el cual vio sentada a su hermana; el dragón dormía con la cabeza en el regazo de la joven, mientras ella lo espulgaba. Al ver a su hermano, ella se asustó y comenzó a suplicarle en voz baja que huyera antes de que se despertara el dragón, pero él no quiso: tomó una maza, la alzó y le dio al dragón en la cabeza; el dragón, somnoliento, tocó con la mano el lugar donde el joven le había pegado y le dijo a la muchacha: “Exactamente aquí, algo me picó.” Cuando dijo esto, el hijo del zar le dio una vez más en la cabeza, y el dragón de nuevo le dijo a la joven: “Otra vez, algo me picó.” Cuando quiso pegarle por tercera vez, su hermana le mostró dónde estaba la vida del dragón y, en cuanto lo golpeó ahí, el dragón quedó muerto al instante.
En ese momento, la hija del zar quitó de su regazo el cadáver del dragón, corrió con su hermano y los dos se besaron. Entonces, tomándolo de la mano, empezó a llevarlo por todas las habitaciones. Primero lo pasó a un cuarto donde estaba un caballo moro atado a un pesebre, todo con arreos de plata pura. Luego lo llevó a otro cuarto, en el cual, detrás del pesebre, estaba un caballo blanco con arreos de oro puro. Finalmente, lo llevó al tercer cuarto donde, detrás del pesebre, estaba un caballo bayo, con los arreos adornados de piedras preciosas. Después de pasar estos cuartos, la hermana lo llevó a otro, donde una muchacha estaba sentada junto a un bastidor de oro y bordaba con un hilo, también de oro. De este cuarto lo llevó a otro, donde una segunda muchacha hilaba hebras de oro. Finalmente, lo pasó a una habitación donde una tercera muchacha ensartaba perlas; frente a ella había una charola de oro, donde una gallina de oro con sus pollitos picoteaba las perlas.
Después de pasar y ver todo esto, la hermana volvió a aquel cuarto donde yacía muerto el dragón, lo sacó y lo tiró fuera del castillo; cuando lo vieron, a los hermanos casi les dio fiebre por la envidia. Enseguida, el hermano menor bajó primero a su hermana con los demás hermanos; luego, una tras otra, a las tres muchachas, a cada una con su trabajo; al ir bajando a las muchachas destinaba para quién iba a ser cada una de ellas y, cuando bajaba a la tercera, la que estaba con la gallina y sus pollitos, la eligió para sí. Los hermanos, envidiosos porque el hermano menor era el valiente y porque encontró y salvó a su hermana, cortaron la correa para que no pudiera bajar. A la sazón, encontraron en el campo a un pastorcito con sus ovejas, le cambiaron la ropa y lo llevaron con su padre como si fuera el hermano menor; amenazaron a su hermana y a las muchachas para que no dijeran a nadie lo que habían hecho.
Después de un tiempo, en el castillo del dragón, el hermano menor se enteró de que sus hermanos y aquel pastorcito se iban a casar con las muchachas. El mismo día del casamiento del hermano mayor, él montó el caballo moro y, cuando la procesión nupcial salía de la iglesia, llegó volando en medio de ellos, golpeó un poco con la maza al novio –su hermano mayor– en la espalda para que éste se cayera del caballo, y se fue volando otra vez, de vuelta al castillo donde ahora vivía. Cuando se enteró de que su hermano mediano se casaba, llegó volando en el caballo blanco en el momento en que la procesión nupcial salía de la iglesia y, de la misma manera, golpeó también al hermano mediano, quien se cayó al instante. Y otra vez se fue volando, alejándose de la procesión. Finalmente, al enterarse de que el pastorcito se casaba con la muchacha que él había elegido para sí mismo, montó el caballo bayo, llegó volando en medio de la procesión nupcial cuando salía de la iglesia y le pegó con la maza al novio, quien cayó muerto al instante. En ese momento, quienes formaban la procesión se le abalanzaron y lo atraparon; sin embargo, él no quiso huir, sino que se quedó entre ellos. Así se descubrió que él era el hijo menor del zar y no un pastorcito, que los hermanos lo abandonaron por envidia en el castillo donde había encontrado a su hermana y matado al dragón. Su hermana y las muchachas confirmaron todo esto. Cuando el zar escuchó la historia, se enojó con sus hijos mayores e inmediatamente los expulsó del reino; a su hijo menor lo casó con la doncella que éste había elegido y lo dejó reinar después de él.


CORREOS DE EDDY AL MIO

ESCRIBIR ES RESISTIR

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Suplemento Babelia, El País
Madrid
26 de abril de 2008
ROSA MONTERO

Escribir es resistir. Supongo que el hecho mismo de vivir también es una cuestión de resistencia, pero de lo que no cabe duda es de que para escribir, sobre todo para escribir novelas, la tenacidad es más necesaria que el talento. Creo que la mayoría de los autores pensamos que nuestros libros son lo mejor que somos; de ahí la sensación de rechazo personal que a menudo conlleva el rechazo de la obra. Es una llaga sin fondo, semejante a la cuchillada de un desamor. Llevando este sentimiento al extremo y sin cortarse un pelo, el premio Nobel Naipaul le dijo un día a un periodista: "No puedo interesarme por la gente a la que no le gusta lo que escribo, porque al no gustarte lo que escribo me estás despreciando". Una frase egocéntrica pero iluminadora de la hondura del conflicto.
Por eso digo que escribir novelas es resistir. Es soportar el desdén de los editores, los adelantos a menudo miserables, las cifras de ventas muchas veces ridículas, las críticas que pueden ser feroces, la destrucción de la edición porque no se vende, la falta total de eco en la prensa, el desinterés general engullendo y sepultando tu libro como una colada de achicharrante lava. El alegre chisporroteo del mercado y la caída de ojos de Paul Auster han hecho creer a la gente que esto de ser novelista es un oficio glamuroso, pero en la vida real la inmensa mayoría de los escritores han de sobrellevar una infinidad de humillaciones. Y cuando son autores de raza, cuando de verdad les mueve la pasión por la literatura, ¡con qué impavidez se dejan maltratar por el bien de su obra! Para sacarla adelante. Y para conseguir ganarse la vida de algún modo sin tener que abandonar su escritura.
La historia de la literatura está llena de vejaciones de este tipo. Como lo que le sucedió al notable escritor suizo Robert Walser (1878-1956). El pobre estaba tan desesperado (no le publicaba nadie y no tenía un duro) que, pese a ser un auténtico misántropo, aceptó dar una conferencia que le había conseguido un amigo en un Círculo de Lectura. Hizo a pie más de cien kilómetros desde Biel a Zúrich para ahorrar, pero, cuando llegó, el presidente del Círculo, intranquilo por su aspecto de pirado, le pidió una prueba de la charla. Ni que decir tiene que Walser lo hizo fatal y que fue sustituido por otro conferenciante. O como La Fontaine (1621-1695), que no dudó en convertirse en un gorrón y vivía de la caridad ajena hasta que le echaban. Una de sus ricas anfitrionas escribió en una carta: "Hoy estoy sola. Despedí a todos mis sirvientes y me quedé con mis animalitos y mi pequeño La Fontaine". Sí, pequeño, menospreciado y aparentemente tan domesticado como un perro pomerania, pero aferrado a su obra de tal modo que hoy sabemos de él y no de la mordaz aristócrata que lo alimentó.
Escribir es resistir, pero hay casos en los que el combate parece demasiado duro, demasiado inclemente. ¿Por qué algunas novelas francamente malas se publican y venden fácilmente, mientras que hay buenos autores y libros hermosos que no consiguen ni siquiera ser editados? Déjame que te hable de Jorge Omar Viera. Nacido argentino, español desde 1992. Leí el borrador de su primera novela, El regreso de Nightenday, en 1993, y me pareció poderosa, original, muy bien escrita. Aún sigue inédita. Jorge ha sido rechazado por más de veinte editoriales y ha seguido escribiendo en ese cortante filo de aguante y de dolor durante veinte años sin lograr resultados. Sólo por esa proeza de resistencia ya lo encuentro admirable. Ahora la rompedora editorial Funambulista acaba de sacar Mientras gira el viento, que fue finalista del Premio Mario Lacruz. Es la tercera novela de Viera (la segunda tampoco se ha publicado), una historia conmovedora, sugerente y bella que comienza con la muerte a tiros de un muchacho en los arrabales de São Paulo y termina siendo una vibrante celebración de la vida.
Es un alivio que Viera haya sido por fin editado, pero esto no significa necesariamente el fin de la agonía. Si no se rinden, creo que, antes o después, los buenos escritores siempre consiguen publicar. Pero luego les aguardan nuevos despeñaderos, la criba feroz de quienes no son leídos. ¡Es tan fácil pasar inadvertido, es tan fácil que la novela de un desconocido quede sepultada bajo las pilas de best sellers, que sea devuelta a los diez días y convertida en pulpa de papel un mes más tarde! Y así, puede que te editen una, quizá dos novelas. Pero, si no las vendes, lo más probable es que no consigas publicar jamás una tercera. Recuerdo al valenciano Javier Sartí, autor de dos novelas formidables y terribles, dos obras absorbentes, La memoria inútil y El estruendo, que tuvieron excelentes críticas; pero Sartí sigue en dique seco, incomprensiblemente desconocido y marginado.
Pero voy a terminar con una historia feliz, la historia de Firmin, una rata bostoniana amante de los libros (se los come). Firmin es una fábula punzante, desternillante y dolorosa sobre la condición humana. Es la primera novela de Sam Savage, un norteamericano de unos sesenta años con aspecto de haberse pasado los cuarenta últimos como náufrago en una isla desierta. Savage fue doctor en Filosofía, y luego mecánico de bicicletas, y carpintero, y pescador, y, a juzgar por su aire estrafalario, es sobre todo un superviviente de sí mismo. Firmin fue publicado en 2006 por una editorial minúscula de Minneapolis y, contra todo pronóstico, logró un modesto éxito fuera de los circuitos oficiales. Un ejemplar cayó por casualidad en manos de Elena Ramírez, editora de Seix Barral, que se enamoró del inolvidable Firmin y decidió no sólo publicarlo en español, sino además comprar los derechos mundiales, una operación que jamás se había hecho antes en nuestro país con un libro extranjero. Firmin lleva más de 50.000 copias vendidas en España, en internet está en marcha un fenómeno llamado firminmanía y la novela ya ha sido adquirida por catorce países. Para escribir, en fin, hay que ser tan resistente como una buena rata de alcantarilla.
ARTICULOS QUE EDDY ME MANDA A MI CORREO.
B.

Y NI SE TE OCURRA ABRIR UN LIBRO

10:02 Edit This 1 Comment »
Beatriz Sarlo
"En las novelas del siglo XIX son muchas las escenas donde un personaje (a menudo una mujer joven) busca un refugio alejado para leer. Es el acto solitario, privado y romántico que permite apropiarse de un máximo de libertad y flotar en una ensoñación insuperable. Hace siglos, los libros, salvo que respondieran estrictamente a normas religiosas y morales, fueron considerados peligrosos, sobre todo en el caso de los adolescentes. Es sabido que la corona española prohibió la circulación de novelas en sus colonias americanas: por algo habrá sido. Rousseau, en la introducción a su novela La Nueva Heloísa, se anticipa a quienes iban a cuestionar la moral de esa obra, afirmando que ella no está dedicada a las jóvenes mujeres, que evidentemente no deben leer novelas porque ninguna es buena para sus almas débiles. Es evidente que Rousseau emplea este argumento redoblando la apuesta de quienes piensan que deben censurarlo.

Es cierto que durante mucho tiempo la literatura, sobre todo la novela, fue considerada un espejo que reflejaba mundos inapropiados para la educación moral de la juventud. Todo esto sucedía cuando eran precisamente los jóvenes quienes buscaban en las nuevas obras de ficción una imagen del mundo, del amor y de sí mismos que fuera diferente a la que le ofrecían los manuales de devoción y los libros de piedad. En ese momento, los que comenzaban a leer eran lectores furiosos que encontraban en la literatura compensaciones y sueños.

La política, durante todo el siglo XIX, recurrió a los libros y a los folletos: se creía que las ideas importaban tanto como una identificación con los ideales, y que los ideales no podían defenderse sin las ideas que eran su base racional. Los folletos de todo calibre, desde pornografía política a difusión filosófica, que prepararon la Revolución Francesa, no podían imprimirse sino en Suiza y entraban de contrabando para llegar, escondidos y valorados, hasta sus lectores de París. Todas las dictaduras del siglo XX tuvieron sus listas de libros prohibidos, quemaron libros y persiguieron a lectores y a escritores. Poseer una pequeña biblioteca sospechosa era correr un riesgo también en la Argentina de los años setenta.

La literatura tenía este aspecto subversivo. Basta recordar que dos de los más grandes escritores franceses, Flaubert y Baudelaire, fueron procesados cuando se publicaron sus obras más perfectas y, sin duda, más revolucionarias. Este lado subversivo de la literatura se prolonga en los juicios por Lolita de Nabokov, la obra maestra que fue considerada una novela insoportablemente perversa y obscena, y El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence; o la prohibición de que circulara o se imprimiera en Gran Bretaña el Ulises de James Joyce. La censura reflejaba, como en un espejo, las potencialidades de la literatura.

Así como en el pasado la iglesia proponía a sus fieles vigilias de meditación y plegaria para que se consolidara y mantuviera la fe, hoy las instituciones de buena voluntad organizan jornadas masivas de lectura para despertar una vocación que en todas partes se juzga en peligro. Comparada con otros países, en la Argentina se lee poco, aunque se hable y se escriba sobre libros abundantemente. Pero focalizar en el libro y un tercio que lee cada escolar argentino (comparado con los diez que lee cada chico mexicano), es pasar por alto el carácter cultural de la crisis que no depende solamente de que los ministerios de educación repartan libros gratuitamente en las escuelas. Algo que deberíamos saber es cuántos libros leen por año los maestros y profesores, aparte de lo que necesitan para dar sus clases. Chicos y maestros pertenecen al mismo mundo y la escuela no es la plataforma interplanetaria donde se encuentran terrícolas y marcianos. Por el contrario, la noche anterior, los dos grupos miraron la misma televisión.

Quizás haya que defender la lectura como acto de insubordinación. Los grandes libros no dicen lo que los lectores quieren escuchar, sino lo que no han escuchado y quizás aquello de lo que no quieran enterarse. Los libros fuertes no convalidan un mundo sino que lo vuelven inestable, misterioso, repudiable, raro, deseable, prohibido. Como las enumeraciones de Borges, antes que organizar, desorganizan. Los libros edificantes (digamos: moral y políticamente correctos) no muestran por completo lo que a literatura es, no indican las razones por las que la literatura fue considerada peligrosa y, por suerte, todavía sigue siéndolo.

En las campañas para que los chicos lean se ofrecen lugares abiertos y colectivos de lectura, lugares ejemplares adonde llegan padres y maestros. Está bien, probablemente sean necesarios. Yo propondría en cambio campañas que inventaran lugares secretos, chicos escondidos que se leen entre sí algo que los adultos quizá desaprueben. En todo lector empedernido hubo centenares de actos de transgresión, momentos en que se ocultaba el libro a los adultos, horas de soledad o de asociación peligrosa. Consigna de un programa para adolescentes: leer un libro para que los padres se opongan. Leer contra la escuela y no para ella."

INTELICIDIO

10:08 Edit This 0 Comments »
PRENSA LIBRE, GUATEMALA

Por Margarita Carrera

(PERSISTENCIA)
Intelicidio (muerte a la inteligencia) es un neologismo establecido por Mario Roberto Morales en su discurso de ingreso en la Academia Guatemalteca de la Lengua. El punto central versa acerca de cómo la lectura está siendo rechazada en Guatemala y otras partes del mundo: “(…) Los jóvenes no pueden leer, les cuesta concentrarse más de cinco minutos en cualquier lectura y más les cuesta entender lo que leen, no digamos relacionarlo con lo que corresponde para sacar conclusiones. En suma, sufren una atrofia de la memoria y de la capacidad de análisis y síntesis: un genuino analfabetismo funcional”.
Tal verdad se puede comprobar con suma facilidad yendo a las universidades y hablando con los estudiantes que buscan, de manera desaforada, carreras que les ofrezcan cómo hacer dinero y pertenecer, en alguna forma, a las transnacionales que gobiernan el mundo. Para cimentar aún más esta postura ante la vida, están los mismos centros de estudio que rechazan las humanidades, únicas que les pueden proporcionar una visión más clara de la vida, una mejor comprensión de sí mismos, de su patria y de lo que los rodean.
No solo rechazan leer cualquier libro que los haga pensar, que los ayude a reflexionar sobre la esencia de la vida misma; también rechazan leer periódicos, en donde se da, en gran medida, la historia contemporánea.
Fuera de quién es Bush y de la guerra en Irak, apenas si conocen algo de lo que pasa en el mundo. Los que nacieron cómodamente durante la guerra sucia, o quienes nacieron cuando ésta estaba a punto de terminar, ignoran lo que Guatemala vivió durante más de 36 años. Me parece que no saben ni siquiera qué es genocidio o qué significa; desconocen, también, quiénes son los que están inmersos en el poder, más aún cómo es posible que un Ríos Montt continúe trabajando en el Organismo Legislativo, a pesar de estar acusado de genocidio.
“Esta merma en la capacidad analítica de millones de jóvenes en el mundo es resultado de un intencionado intelicidio perpetrado por el sistema educativo y financiado por las corporaciones transnacionales que promueven ‘teorías’ pedagógicas y prácticas didácticas como la de ‘aprender jugando’, ‘estudiar divirtiéndose’, ‘tecnología en el aula’ y otras cuya finalidad es crear adictos al consumismo hedonista de imágenes light”.
Y cada vez se inventan más distractores en los celulares que mandan y reciben “mensajitos” o en los juegos electrónicos que ofrecen las computadoras. Mientras existen niños que se mueren de hambre en medio de una Guatemala que fomenta la violencia y concede espacios a compañías mineras que explotan nuestra tierra, causándole daños irreparables, estos jóvenes —ajenos a cuanto no les causa placer— parecen totalmente insensibles. Ahí están sus casas, sus carros, sus trajes rotos a la moda y cuanto “chunche” que los identifique que están in.
La imagen visual lo suple todo. La comunicación se va reduciendo a palabras “clave” y a gestos. El lenguaje propiamente dicho, a lo Heiddeger, va desapareciendo paulatinamente. ¿Para qué leer, si una imagen lo dice todo? Sin duda, como dice Morales, los jóvenes prefieren ver películas a leer libros: “El resultado es no solo la mencionada merma en la capacidad de memorización, análisis y síntesis, sino el tartamudeo, la interjección y la gestualidad como sustitutas de una expresión verbal empobrecida hasta la mudez”.
Los héroes para estos jóvenes no son quienes tengan talento, sino aquellos que logren ser empresarios, cuyo principal fin es hacer dinero. El idealismo que fomenta valores espirituales desaparece.
Al diablo con las utopías que persiguen un mundo mejor y más humano. De ahí que en Guatemala —y en el mundo entero— los abismos que separan a ricos de pobres crece de manera desmesurada. ¿Cómo salir, entonces, del tercer mundo? Sin duda, no con la “mano dura” ni la pena de muerte.

POR LA LECTURA

9:21 Posted In Edit This 0 Comments »
Escrito y firmado por
José Luís Sampedro,
escritor y filósofo
POR LA LECTURA Cuando yo era un muchacho, en la España de 1931, vivía en Aranjuez un Maestro Nacional llamado D. Justo G. Escudero Lezamit. A punto de jubilarse, acudía a la escuela incluso los sábados por la mañana aunque no tenía clases porque allí, en un despachito que le habían cedido, atendía su biblioteca circulante. Era suya porque la había creado él solo, con libros donados por amigos, instituciones y padres de alumnos. Sus 'clientes' éramos jóvenes y adultos, hombres y mujeres a quienes sólo cobraba cincuenta céntimos al mes por prestar a cada cual un libro a la semana. Allí descubrí a Dickens y a Baroja, leí a Salgari y a Karl May. Muchos años después hice una visita a una bibliotequita de un pueblo madrileño. No parecía haber sido muy frecuentada, pero se había hecho cargo recientemente una joven titulada quien había ideado crear un rincón exclusivo para los niños con un trozo de moqueta para sentarlos. Al principio las madres acogieron la idea con simpatía porque les servía de guardería. Tras recoger a sus hijos en el colegio los dejaban allí un rato mientras terminaban de hacer sus compras, pero cuando regresaban a por ellos, no era raro que los niños, intrigados por el final, pidieran quedarse un ratito más hasta terminar el cuento que estaban leyendo. Durante la espera, las madres curioseaban, cogían algún libro, lo hojeaban y a veces también ellas quedaban prendadas. Tiempo después me enteré de que la experiencia había dado sus frutos: algunas lectoras eran mujeres que nunca habían leído antes de que una simple moqueta en manos de una joven bibliotecaria les descubriera otros mundos. Y aún más años después descubrí otro prodigio en un gran hospital de Valencia. La biblioteca de atención al paciente, con la que mitigan las largas esperas y angustias tanto de familiares como de los propios enfermos, fue creada por iniciativa y voluntarismo de una empleada. Con un carrito del supermercado cargado de libros donados, paseándose por las distintas plantas, con largas peregrinaciones luchas con la administración intentando convencer a burócratas y médicos no siempre abiertos a otras consideraciones, de que el conocimiento y el placer que proporciona la lectura puede contribuir a la curación, al cabo de los años ha logrado dotar al hospital y sus usuarios de una biblioteca con un servicio de préstamos y unas actividades que le han valido, además del prestigio y admiración de cuantos hemos pasado por ahí, un premio del gremio de libreros en reconocimiento a su labor en favor del libro. Evoco ahora estos tres de entre muchos ejemplos de tesón bibliotecario, al enterarme de que resurge la amenaza del préstamo de pago. Se pretende obligar a las bibliotecas a pagar 20 céntimos por cada libro prestado en concepto de canon para resarcir -eso dicen- a los autores del desgaste el préstamo. Me quedo confuso y no entiendo nada. En la vida corriente el que paga una suma es porque: a) obtiene algo a cambio. b) es objeto de una sanción. Y yo me pregunto: ¿qué obtiene una biblioteca pública, una vez pagada la adquisición del libro para prestarlo? ¿O es que debe ser multada por cumplir con su misión, que es precisamente ésa, la de prestar libros y fomentar la lectura? Por otro lado, ¿qué se le desgasta a los autores en la operación?.¿Acaso dejaron de cobrar por el libro?. ¿Se les leerá menos por ser lecturas prestadas?.¿Venderán menos o les servirá de publicidad el préstamo como cuando una fábrica regala muestras de sus productos?. Pero, sobre todo: ¿Se quiere fomentar la lectura?, ¿Europa prefiere autores más ricos pero menos leídos?. No entiendo a esa Europa mercantil. Personalmente prefiero que me lean y soy yo quien se siente deudor con la labor bibliotecaria en la difusión de mi obra. Sépanlo quienes, sin preguntarme, pretenden defender mis intereses de autor cargándose a las bibliotecas. He firmado en contra de esa medida en diferentes ocasiones y me uno nuevamente a la campaña.
¡NO AL PRÉSTAMO DE PAGO EN BIBLIOTECAS!
José Luis Sampedro
Si estas de acuerdo, pásalo. Por el placer de la lectura.

BIBLIOFOBIA

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Diario La Hora, Guatemala
26 de marzo de 2008
Por Eduardo Blandon
Hay algo que no funciona en nuestra capacidad de elección que hace que comprar libros sea una actividad contra natura, pesada, desafortunada y costosa. Hay una aversión a invertir en libros que no dignifica a los pitecántropos que tratan de lucir interesantes, ¿Por qué tanta avaricia y deseos de "ahorrar" dinero? ¿Qué nos pasará? ¿Por qué se considera tan antinatural invertir en libros? No lo sé.
El sentimiento de malgastar el dinero lo he experimentado por donde paso. A menudo me topo con profesionales que gustan de fotocopias y en cuyas casas las bibliotecas no pasa de ser un lugar híper humilde, reducido y vergonzoso. Y no es sólo que no compran libros sino que, en realidad, ni siquiera leen. Son tan descarados que hasta comentan con orgullo no visitar bibliotecas ni tener la costumbre de leer al menos los periódicos: "no quiero intoxicarme con las malas noticias cotidianas", me confiesan seguros.Son idiotas vitales que caminan "exitosos" por el mundo porque, en realidad, como me explican, "para ganar pisto no se necesita leer demasiado". Evidentemente, semejante estupidez se transmite de padres a hijos, así uno se encuentra con estudiantes —algunos— que sienten horror cuando el profesor les invita a leer textos de cuatro o cinco páginas, ya no digamos un libro. En días pasados, por ejemplo, un muchacho de una universidad privada me dijo que el libro asignado para leer en el semestre era muy caro, 120 quetzales: "Yo nunca he gastado tanto en libros", me dijo con honestidad.La escala de valores de los jóvenes y sus padres está en crisis porque prefieren invertir en buenos carros, conciertos, vacaciones al extranjero o en bacanales dionisíacos (todas actividades que me dan envidia, lo confieso) que gastar en sus cerebros de simios. Por eso es que cada que hablan hacen temblar al universo entero y sus babas, si se recogieran en un lugar, formarían un lago inmenso. Por supuesto que los libros son caros (y este artículo no es una apología a las librerías), pero debe considerarse el cultivo de la adquisición de libros como un hábito semejante al de alimentarse a diario. ¿Acaso uno deja de comer porque la comida está cara? En el presupuesto familiar debería existir un espacio parecido al de la nutrición (que incluye vitaminas, afrodisíacos y salidas extraordinarias a restaurantes) para gastar en cosas de la mente. Así, alimentar el cuerpo tendría tanto valor como nutrir la inteligencia. ¿De qué sirven tanta belleza física y apariencia apolínea con tanta oligofrenia?No digo que no hay que cuidar el cuerpo o la apariencia física y que lo intelectual deba ocupar un puesto por encima de todo (cosa que algunos intelectuales hacen muy bien, llevando una vida descuidada y desordenada). Trato de decir que las vitaminas para el cerebro —una de tantas— es la adquisición de libros y, por supuesto, su lectura y relectura. Una actitud de rechazo a los libros debe desterrarse de nuestras vidas para adquirir un nuevo estilo existencial que nos haga crecer intelectualmente.Con lo dicho hasta aquí, si usted es uno de esos que tiene tiempo de no comprar libros, no conoce las librerías, las bibliotecas son sólo un nombre y las fotocopias son (con mucho) su mejor opción, ponga su barba en remojo. Usted está compitiendo fuertemente con los animales del zoológico, aunque trate de lucir orondo en un buen carro y me deje ver su estado de cuenta. Preocúpese, si no por usted, al menos por su hijo. ¿No le parece buena motivación?

¿CABE UN LIBRO ES SU CARTERA?

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PRENSA LIBRE ,GUATEMALA
18/04/07
Por Yesid Barrera
Opinión
En una oportunidad, me visitó una periodista en mi casa y una vez ingresó a la biblioteca, después de una mirada curiosa, una de sus preguntas fue ¿usted se ha leído todos esos libros?
La verdad no tengo muchos, creo que los necesarios por ahora, pero siempre con ese deseo ferviente de comprar todos los que se crucen en el caminar diario.
Parte de mi rutina consiste en visitar empresas para las que trabajo, y muchas veces debo esperar para ser atendido, por lo que si me atreviera a contabilizar cuántas horas he pasado sentado en salas de espera y recepciones de dichas organizaciones, con facilidad podría llegar a varias semanas, lo que al traducirlo en horas y costo de oportunidad, suman una cifra considerable.
Pero no me he preocupado de dicha contabilidad, pues las horas acumuladas en espera han sido compensadas con muchas lecturas y libros que siempre van dentro de mi maleta o cartera de papeles, que integré a mi vida desde que alguien me atribuyó el título de consultor.
En los talleres y seminarios que desarrollamos con empresarios, mandos medios y en especial vendedores, a veces levanto un libro y pregunto
¿a quién le cabe este libro en su bolso o cartera? Muchas personas levantan la mano para señalar que a ellos, y luego repregunto ¿entonces, por qué no lleva uno?
La reflexión busca darle el valor que tiene esa variable que algunos hemos aprendido a apreciar sobre otras, el tiempo, nuestro tiempo, el cual debe ser optimizado, y si lo llenamos de conocimiento podemos dejar de soñar, para hacer realidad esas visualizaciones que varios guatemaltecos hacemos sobre nuestra patria y que muchas veces no podemos consolidar.
El conocimiento —manantial inagotable— debe ser una variable que por principio incorporemos en la canasta básica de nuestra vida.
Estamos próximos a disfrutar en Guatemala de La Feria Internacional del Libro, y valga la pena hacer honor a lo que tendremos todos los guatemaltecos para gozar durante varios días de un privilegio que no es para todos, ni de todos los días.
Propongo que como respuesta a la franquicia intelectual que adornará a Guatemala en el segundo semestre del presente año, incorporemos a nuestra rutina diaria un libro.
Expreso este comentario pues la semana pasada encontré una persona que ha tomado el hábito de llevar uno; me sorprendió porque parece ser que tomó el ejemplo, y ahora lo disfruta y está creciendo, al aprovechar su tiempo y genera más ejemplos.
Promovamos una rutina diaria, que antes de salir de casa tomemos un libro, pongámoslo en nuestro equipaje y dejemos que nos acompañe, será un primer paso para promover un país de lectores, insisto en que esa rutina te hará crecer como persona, y contribuirá a dar ejemplos a muchos que en este momento se encuentran esperando para ser atendidos o entrevistados, y lo único que están haciendo es perder el tiempo.