CINCO CUENTOS POPULARES SERBIOS

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El rey y el pastor
Un rey tenía una hija que era muy bonita. Su belleza había cobrado fama y los reyes y zares iban allá a pedir su mano o sólo para verla, como para presenciar un milagro, pero su padre no quiso darla a nadie más, sino a quien fuera más astuto que él y pudiera engañarlo de alguna manera. Esto escuchó un hombre rico que vivía muy lejos.
Él partió desde su lejano país y, después de pasar por muchos países y ciudades, una tarde el camino lo llevó enfrente de la casa de un hombre, también rico. Cuando preguntó si podía pernoctar, el dueño lo recibió muy bien y le dijo que sí podía, ¡cómo no! El dueño, enseguida, sacrificó un cerdo semental para el visitante y, a la hora de servirlo, dejaron la cabeza para un pastor que estaba cuidando el ganado en la montaña. Cuando amaneció el día siguiente, el viajero continuó por su camino para pedir la mano de la hija del zar. Al pasar por las montañas, encontró al pastor de la casa donde le habían dado albergue y, luego de saludarlo, dijo: “¡Paces bien!” El pastor le contestó: “Pazco para pacer.” El viajero siguió hablándole: “Anoche pernocté con ustedes.” Y el pastor le respondió: “Está bien que estuviste con nosotros, el camino te trajo.” Otra vez el viajero: “Cuando llegué a su casa, fue sacrificado un cerdo enorme para mí.” El pastor: “Cuando está la gente de visita, hay que servirle lo mejor.” Otra vez el viajero: “Para ti dejamos la cabeza.” El pastor: “La cabeza es para la cabeza.” El viajero: “Los criados la pusieron en el anaquel, pero llegó la perra y se la comió.” El pastor: “La cabeza era para ella.” Otra vez le dijo el viajero: “Tu padre llegó y mató a aquella perra.” El pastor: “Estuvo bien que la mataran, la perra se lo mereció.” Otra vez el viajero: “Cuando la mataron la tiraron en el basurero.” El pastor: “Si la tiraron en el basurero, es porque ahí yacía mientras vivía.”
Al ver que el pastor siempre tenía una respuesta, el viajero se asombró mucho y pensó que este pastor sería bueno para pedir la mano de la hija del zar y le dijo: “Por Dios, acércate un poco para que platiquemos un poco más.” Y el pastor le respondió: “Espera un poco hasta que traiga a las ovejas.” Entonces el pastor se fue corriendo, regresó con las ovejas y se le acercó a aquel hombre, el cual le dijo: “Yo me voy con tal y tal rey para pedirle la mano de su hija, pero él no quiere dar a su hija a nadie sino al que sea más astuto que él y lo pueda engañar de alguna manera. Veo que tú eres de mente astuta y que sabes hablar bien y sabiamente, ¿quieres ir conmigo con este rey, para que me consigas a la princesa?” A esto el pastor respondió: “Iré.” Y de ahí se fueron juntos y llegaron a la ciudad donde vivía aquel rey.
Cuando llegaron hasta la puerta del palacio, los recibió la guardia, que les preguntó: “¿A dónde van?” Ellos respondieron: “Nosotros venimos con el rey para pedirle la mano de su hija.” Y el guardia: “Todos los que quieren pedir la mano de la hija del rey tienen el paso libre.” Se les dejó pasar y, una vez arriba, enfrente del zar, aquel hombre rico dijo: “¡Que Dios nos ayude, rey preclaro!” Y el rey le devolvió el saludo: “¡Que Dios les dé bien, hijos!” Y luego le dijo a aquel hombre rico: “¿Por qué vino aquel campesino de vestido burdo?” El pastor no dejó responder al hombre, sino que se incorporó y dijo: “Si yo soy el campesino de vestido burdo, yo tengo más fortuna que aquellos con vestido bonito, y además tengo tres mil ovejas. Así, en un valle ordeño, en otro cuajo y en el tercero almaceno el alimento.” El rey le dijo: “Es bueno que tengas tanta riqueza.” El pastor le secundó: “Eso no es bueno, sino malo.” El rey: “¿De dónde puede ser malo si tu dijiste tantas cosas buenas?” El pastor contestó: “Eh, toda la comida se echó a perder y se pudrió.” El rey dijo: “¡Qué lástima! ¡Tanta pérdida se hizo!” El pastor le secundó: “Esto para mí no es malo sino bueno.” Y el rey dijo: “¿Pero, cómo?” El pastor: “Yo tomé el arado y aré trescientos días y sembré trigo.” El rey dijo: “Esto es bueno, que sembraste tanto trigo.” El pastor le secundó: “A fe mía, no es bueno sino malo.” El rey: “¿Por qué, pobre hombre?” Contestó el pastor: “Se me echó a perder aquel trigo: crecieron hayas y abetos.” El rey: “¡Oh, ahí hubo mucha pérdida!” El pastor: “Ahí, para mí, no hubo pérdida sino provecho.” El rey: “¿Cómo pudo haber provecho, si tanto trigo se echó a perder?” El pastor respondió: “Porque llegó volando un enjambre de abejas y cubrió por completo las hayas y abetos, no se les veían las ramas ni las raíces.” Entonces dijo el zar: “Esto es bueno, que llegaron tantas abejas.” El pastor le secundó: “A fe mía, no es bueno sino malo.” Otra vez el rey: “¿Pero, por qué?” El pastor le respondió: “Calentó el sol veraniego y se derritió aquel mosto y miel, y todo se derramó por el valle.” Entonces dijo el rey: “A fe mía, ahí sí estuvo mal.” El pastor: “A fe mía, no estuvo mal, sino bien.” Otra vez pregunta el rey: “¿Pero, cómo?” El pastor le respondió: “Yo atrapé una pulga y la degollé y le desollé la piel y llené trescientas cargas.” Entonces, el rey dijo: “A fe mía, esto sí que es una mentira.” Y el pastor respondió: “Si es una mentira, tú la creíste como verdad. Ya te engañé lo suficiente, así que dame a tu hija, me la gané.” El rey no pudo hacer nada, sino que dio a su hija al pastor; el pastor se la dio al hombre rico y el hombre rico le entregó al pastor una grande e incontable fortuna.




Un carnero con el vellón de oro
Había una vez un cazador que un día salió a cazar al bosque. Entonces, saltó enfrente de él un carnero con su vellón de oro. Al verlo, el cazador le apuntó con la escopeta para matarlo, pero el carnero se le adelantó corriendo y lo mató primero, con los cuernos. El cazador cayó muerto en ese instante. Después, cuando lo encontraron sus amigos, sin saber quién lo había matado, lo llevaron a su casa y lo enterraron. Enseguida la mujer del cazador colgó la escopeta en un clavo. Al alcanzar la edad viril, el hijo le pidió a la madre aquella escopeta para ir de caza, pero la madre se negó a dársela, diciendo: “¡De ninguna manera, hijo! Tu padre murió con esta escopeta; ¿tú también quieres perder la vida?”
Un día el hijo robó la escopeta y se fue a cazar. Cuando llegó al bosque, aquel carnero con vellón de oro le salió enfrente y le dijo: “Maté a tu padre, así que también te mataré a ti.” El muchacho se asustó y dijo: “Dios, ayúdame”; levantó la escopeta contra el carnero, apuntó, disparó y lo mató. Luego, alegre porque había matado al carnero con el vellón de oro, de los que no había en el imperio, lo desolló y se llevó el vellón a la casa.
Poco a poco corrió la voz hasta el zar. Éste ordenó que se le llevara el vellón para que viera qué otros animales había en su imperio. Cuando aquel muchacho llevó el vellón y se lo mostró al zar, éste le dijo: “Pide lo que quieras por ese vellón.” Pero el muchacho contestó: “No lo voy a vender por nada.” El consejero de aquel zar era un tío del muchacho, pero no era amigo de su sobrino, sino un malvado. Le dijo al zar: “Si no quiere darte el vellón, ve la manera de cómo deshacernos de él; ordénale que haga algo imposible de hacer.” De esta manera instruyó al zar, quien llamó al muchacho y le dijo que plantara un viñedo, y que dentro de siete días le trajera de este viñedo el vino nuevo. Cuando el muchacho lo escuchó, comenzó a llorar y a rogar, diciendo que él no podía hacerlo, que era imposible hacer eso; pero el zar le dijo otra vez: “Si dentro de siete días no cumples con lo que te ordeno, no sostendrás la cabeza en tu cuello.” A la sazón, el muchacho se fue llorando a casa y le dijo a su madre cómo estaban las cosas; ella, al escucharlo, le respondió: “¿Acaso no te dije, hijo, que por aquella escopeta ibas a perder la vida, como tu padre?” El muchacho, llorando y pensando qué iba a hacer, a dónde se iba a esconder, salió del pueblo y se alejó mucho. De pronto, una muchacha surgió frente a él y le preguntó: “¿Por qué lloras, hermano?” Él le contestó, enojado: “Ve con Dios, no puedes ayudarme.” Continuó la caminata, pero la muchacha se le unió y comenzó a insistir con su pregunta. “Tal vez –dijo– podría ayudarte.” Entonces el muchacho se detuvo y le dijo: “Te lo diré, pero si Dios no me ayuda, nadie podrá ayudarme”, y le contó todo lo ocurrido y lo que le había ordenado el zar. Después de escucharlo, ella respondió: “No tengas miedo, hermano, ve y pídele al zar que te diga dónde estará el viñedo, y que te lo demarque; toma el morral, pon en él un tallo de albahaca, ve allá, acuéstate y duerme; en siete días tendrás madura la uva.” El muchacho regresó a casa y, afligido, le dijo a su madre cómo se había encontrado con la muchacha y lo que ella le había dicho. La madre, al escucharlo, contestó: “Ve, hijo, inténtalo, de todas maneras estás arruinado.”
El muchacho se fue con el zar, le pidió un lugar para el viñedo y que demarcara dónde iban a estar los surcos. El zar aceptó e hizo todo como se le pidió; el muchacho tomó el morral con el tallo de albahaca, se lo puso al hombro y, malhumorado, se acostó a dormir en aquel lugar. Cuando se levantó por la mañana, el viñedo ya estaba plantado; a la mañana siguiente, estaba cubierto de follaje; en siete días, ya había uva madura, aunque en esta temporada en ninguna parte había uvas. Cosechó un poco de ellas, las exprimió y le llevó al zar un poco de vino dulce, además de un poco de uvas, que puso en el lienzo. Cuando el zar vio esto, se asombró mucho, igual que los demás en la corte.
Entonces, el tío de aquel muchacho le dijo al zar: “Ahora le ordenaremos otra cosa, algo que de veras no podrá hacer.” Nuevamente instruyó a su señor, quien llamó al muchacho y le dijo: “Quiero que me hagas un palacio con colmillos de elefante.” Al escuchar esto el muchacho se fue llorando a casa y le contó a su madre lo que le había ordenado el zar: “Esto, madre, no es posible que sea ni yo podré hacerlo.” La madre le aconsejó: “Ve otra vez, hijo, fuera del pueblo, quizás Dios te lleve con aquella niña.” El muchacho salió del pueblo y, al llegar al mismo lugar donde encontró a aquella muchacha, ella nuevamente surgió frente a él y le dijo: “Otra vez, hermano, estás triste y lloras.” Y él comenzó a quejarse de lo que esta vez le había sido ordenado. La muchacha, después de escucharlo, le dijo: “Esto también será fácil; ve con el zar y pídele un barco y que ponga en él trescientos barriles de vino y trescientos barriles de rakia y, además, veinte carpinteros; cuando llegues en barco a tal y tal lugar, entre dos montañas, detente junto al agua que está ahí y vierte todo el vino y la rakia . Los elefantes vendrán ahí a tomar agua, se emborracharán y caerán dormidos; entonces, que los carpinteros les corten los colmillos y llévalos a aquel lugar donde el zar quiere que se le construya el palacio; acuéstate y duerme, y dentro de siete días estará edificado el palacio.” Enseguida, el muchacho regresó a casa y le contó a su madre cómo, otra vez, estuvo con la muchacha y lo que ella le había dicho. La madre le reiteró: “Ve, hijo, puede ser que Dios quiera que la joven te ayude nuevamente.”
El muchacho fue con el zar, le pidió todo esto y se fue a hacer lo que la joven le dijo: vinieron los elefantes, se emborracharon y cayeron dormidos; los carpinteros les cortaron los colmillos y los llevaron a aquel lugar donde iba a construirse el palacio. En la noche, el muchacho puso el tallo de albahaca en el morral y se acostó a dormir. En siete días el palacio estuvo construido. Cuando el zar vio el palacio terminado, se asombró mucho y le dijo al tío de aquel muchacho, su consejero: “Y ahora, ¿qué voy a hacer? Este no es un hombre; quién sabe qué es.” El consejero le respondió: “Ordénale una cosa más, y si esto también lo hace, de veras es algo más que un hombre.” De esa manera, otra vez incitó al zar, quien llamó al muchacho y le dijo: “Ahora sólo falta que me traigas a la hija del zar de tal y tal ciudad en otro reino. Si no me la traes, no quedará la cabeza sobre ti.”
Cuando el muchacho escuchó esto, fue con su madre y le dijo lo que el zar le había ordenado. Ella lo volvió a aconsejar: “Ve, hijo, busca otra vez a aquella joven, puede ser que Dios quiera que otra vez te salve.” El muchacho salió del pueblo y encontró a aquella joven y le contó lo que esta vez le había sido ordenado. Después de escucharlo, la muchacha dijo: “Ve y pídele al zar una galera, que en ella se construyan veinte tiendas y que en cada tienda haya de la mejor mercancía; pide que se escojan los mozos más gallardos, que los vistan bien y que los pongan como almacenistas, uno en cada tienda. Luego, tú irás en esta galera y encontrarás a un hombre que va a tener un águila viva; pregúntale si quiere vendértela; te dirá que sí y tú dale lo que pida. Después encontrarás a otro, que va a tener una carpa con escamas de oro en una canoa; compra esta carpa también, cueste lo que cueste. El tercero que encuentres va a tener una paloma viva; por la paloma da también lo que te pidan. Del águila arrancarás una pluma de su cola; de la carpa, una escama; de la paloma, una pluma del ala izquierda, y a todos los soltarás. Al llegar al otro imperio, afuera de los muros de la ciudad, abre todas las tiendas y ordena que cada mozo se ponga delante de cada una. Enseguida vendrán todos los ciudadanos y mirarán las mercancías y las admirarán; las muchachas que vengan por el agua hablarán por la ciudad: “Dice la gente: desde que ha existido esta ciudad, no se habían visto barcos y mercancías así.” Esto escuchará también la hija del zar, y le pedirá a su padre que le permita verlo. Cuando ella llegue con sus compañeras a la galera, llévala de una tienda a otra, y muéstrale la más variada y mejor mercancía; diviértela hasta que oscurezca un poco y, al oscurecer, echa a andar la galera. En ese instante caerá una noche tan oscura que no se podrá ver nada. La hija del zar va a tener en el hombro a un pájaro que siempre está con ella y, cuando perciba que el barco se va, soltará al pájaro de su hombro para que avise en la corte qué pasa y cómo está la cosa. Entonces, enciende la pluma del águila y el águila vendrá en ese instante; dile que atrape al pájaro y el águila lo atrapará. Después, la joven tirará una piedrita al agua y la galera se detendrá al instante, pero tú toma la escama de la carpa y enciéndela; la carpa vendrá inmediatamente; dile que encuentre aquella piedrita y que se la coma; la carpa la encontrará, se la comerá y la galera partirá de inmediato. Después de esto, viajarán tranquilamente mucho tiempo, hasta que lleguen a un lugar entre dos montañas. En ese lugar, la galera se petrificará y todos pasarán mucho miedo. Entonces la joven te obligará a traer agua fresca. Enciende la pluma de la paloma y la paloma vendrá inmediatamente; dale un frasquito y ella te traerá agua fresca; luego, la galera partirá al instante y llegarás felizmente a casa con la hija del zar.”
Después de escuchar a la joven, el muchacho se fue a casa y le contó todo a su mamá; luego se fue con el zar y le pidió lo que necesitaba. El zar, sin poder rechazar nada, otorgó lo solicitado; de esta manera, el muchacho se fue en el barco. En el camino hizo todo, como le había sido dicho: llegó debajo de los muros de aquella ciudad en otro imperio; consiguió a la hija del zar como le indicó la muchacha y, felizmente, regresó con ella.
En el palacio, el zar y su consejero veían desde la ventana cómo se acercaba la galera de lejos, y el consejero le dijo al zar: “Ahora mátalo en cuanto salga de la galera, de otra manera no podrás causarle daño.” Al desembarcar el barco en el puerto, comenzaron a salir todos en orden a la orilla: primero la joven con sus compañeras; luego los mozos y, finalmente, el muchacho; pero el zar había puesto cerca a un verdugo y, en cuanto el muchacho salió de la galera, el verdugo le cortó la cabeza. El zar pensaba tomar a la joven princesa para sí mismo y, al salir ella de la galera, comenzó a acariciarla, pero ella se alejó de él y dijo: “¿Dónde está el que se esforzó por mí?” Y cuando vio que le había sido cortada la cabeza, tomó el agua fresca, lo roció, le juntó la cabeza con el cuello y él revivió. Al ver el zar y su consejero que el muchacho había revivido, dijo el consejero al zar: “Ahora éste va a saber aún más de lo que sabía, porque estaba muerto y revivió.”
El zar quiso probar si realmente se sabe más cuando se resucita y ordenó que se le cortara la cabeza y que la joven lo reviviera con el agua fresca. Después de que le cortaron la cabeza al zar la princesa no quiso saber nada de él, sino que rápidamente escribió una carta a su padre, le contó todo lo sucedido y que ella quería casarse con el muchacho. El padre le contestó que el pueblo tenía que mostrarse de acuerdo con que aquel muchacho fuera el zar, y que si el pueblo no se mostraba de acuerdo declararía una guerra.
El pueblo, muy pronto, estuvo de acuerdo con que era justo que el muchacho tomara a la hija del zar y que los gobernara. De esta manera, aquel joven se casó con la princesa y se convirtió en zar; los demás mozos que iban con él se casaron con las muchachas que acompañaban a la princesa y se volvieron grandes señores.

La mujer mala
Un hombre viajó con su mujer a alguna parte y, viajando así, se encontraron caminando por un prado que estaba recién segado. Enseguida el hombre le dijo a la mujer: “¡Ah, mujer, qué bonito está ese prado segado!” Y la mujer: “¿Acaso tienes los ojos cerrados y no ves que el prado no está segado, sino cortado?” Y, otra vez, el hombre: “¡Por Dios, mujer! ¿Cómo un prado se puede cortar? Está segado, ¿no ves el pasto segado?” De esta manera, mientras el hombre demostraba que el prado estaba segado y la mujer que estaba cortado, se pelearon: el hombre le pegó a la mujer y comenzó a gritarle que se callara; la mujer se le unió por el borde del camino, le acercó los dedos a los ojos y, moviéndolos como si fueran tijeras, comenzó a gritar: “¡Cortado! ¡Cortado! ¡Cortado!” Caminando así por la orilla del camino y sin mirar de frente, sino a los ojos del hombre y cortando con los dedos, la mujer pisó un hoyo que estaba cubierto con el pasto segado y se cayó en él.
Cuando el hombre vio que ella había caído y desaparecido en el hoyo, dijo: “¡Ah, te lo mereces!” Y se fue por el camino sin mirar atrás. Después de unos cinco días, el hombre se compadeció y comenzó a decirse a sí mismo: “¡Vamos a sacarla, si aún está viva! Así es ella, quizás después mejore.” Y tomó una cuerda para sacarla. Al llegar a aquel lugar, bajó la cuerda y, al advertir que se puso tensa, exclamó: “¡Tira de ella!” Cuando la recogió casi por el extremo, había que mirar lo que él vio: en lugar de su mujer, había cogido con la cuerda al Diablo: por un lado estaba blanco como una oveja y, por el otro, negro, como es él. El hombre se asustó e iba a soltar la cuerda, pero el Diablo gritó: “¡No la sueltes, si somos hermanos, por Dios! Sácame afuera y mátame. Si no quieres regalarme la vida, sólo sácame de aquí.”
El hombre aceptó por Dios y sacó al Diablo afuera. El Diablo, inmediatamente, le preguntó qué cosa lo había traído allá para salvarlo y qué buscaba en ese hoyo. Cuando el hombre le dijo que en ese lugar se le había caído su mujer hacía unos días, y que ahora había venido para rescatarla, el Diablo gritó: “¡Qué, amigo, por Dios! ¿Ella es tu mujer? ¡Y tú pudiste vivir con ella! ¡Y todavía viniste a salvarla! Yo me caí en este hoyo hace tiempo, y aunque, la verdad, al principio no me fue fácil, después me acostumbré de alguna manera; pero desde que esta maldita mujer llegó conmigo por poco estiro la pata por su maldad en estos pocos días: me estrechó contra la pared y puedes ver cómo el lado que estuvo hacia ella encaneció. ¡Todo por su maldad! ¡Déjala, por Dios! Déjala aquí, donde está; yo te haré feliz por salvarme de ella.” Enseguida arrancó una hierba del suelo y se la dio: “Toma esta hierba y guárdala: yo me iré y entraré en la hija de tal y tal zar; de todo el imperio vendrán los curanderos, los popes y los monjes para curarla y expulsarme, pero yo no saldré hasta que tú llegues. Tú hazte el médico y ven también a curarla: sólo humea con esta hierba y yo saldré en ese instante. Luego el zar te va a dar a su hija y te va a acoger para que gobiernes con él.”
El hombre tomó la hierba, la guardó en el morral, se despidió de su amigo y se separaron. Después de algunos días, corrió la voz de que estaba enferma la hija del zar: el Diablo había entrado en ella. Se reunieron los médicos de todo el imperio, los popes y los monjes. Pero en vano: nadie podía hacer nada. Entonces el hombre tomó el morral con la hierba y lo colgó en el hombro; tomó un palo en las manos y comenzó a caminar rápidamente hacia la capital zarista, derecho al palacio. Cuando se acercó a las habitaciones donde estaba la enferma, vio cómo volaban los curanderos y las curanderas, los popes, los monjes y los obispos: leen las oraciones, dan la extremaunción, velan y llaman al Diablo para que salga, pero el Diablo, inmutable, grita desde la muchacha y se burla de ellos. El hombre fue para allá con su morral, pero no lo dejaron pasar. Entonces se fue al palacio, con la zarina; le dijo que él también era curandero y que tenía la hierba con la que había sacado a varios diablos hasta aquel momento. La zarina, como cualquier madre, saltó y lo llevó con la muchacha.
En cuanto lo vio, el Diablo le dijo: “¿Aquí estás, amigo?” “Aquí estoy.” “Bueno, entonces haz lo tuyo y yo saldré, pero ya no vuelvas a andar detrás de mí cuando escuches hablar de mí, porque no será para bien” (esto lo hablaron de tal manera que nadie, a excepción de ellos dos, pudo oírlo ni entenderlo). El hombre sacó la hierba del morral, humeó a la muchacha; el Diablo salió y la joven quedó sana como si la madre acabara de parirla. Todos los demás curanderos se fueron avergonzados, cada quien por su lado, pero a éste, el zar y la zarina lo abrazaron como a su hijo, lo pasaron al tesoro, le cambiaron la ropa y le dieron a su hija única. Asimismo, el zar le regaló a su yerno la mitad del imperio.
Después de un tiempo, entró aquel Diablo en la hija de otro zar, más poderoso, vecino del anterior. Se lanzaron a buscar la cura por todo el imperio y, al no encontrarla, se acordaron de cómo, también, la hija de aquel zar había tenido la misma enfermedad y cómo la había curado algún médico que ahora era su yerno. Entonces el zar escribió una carta a su vecino y le pidió que le enviara al curandero para que también curara a su hija: estaba dispuesto a darle lo que quisiera. Cuando el zar dijo esto a su yerno, éste se acordó de lo que su amigo le había advertido al despedirse; como no podía ir, comenzó a explicar que ya había dejado de curar y que ya no sabía hacerlo. Al recibir tal respuesta, el otro zar envió una nueva carta en la que amenazó con levantar un ejército y declarar la guerra si el zar no le enviaba a su curandero. Cuando llegó tal noticia, el zar le dijo a su yerno que no podía ser de otra manera: tenía que ir.
El yerno del zar, al verse en desgracia, se preparó y se fue. Al llegar el hombre con la hija del otro zar, el Diablo se asombró y gritó: “Amigo, ¿qué haces aquí? ¿Acaso no te dije que ya no andes detrás de mí?” “¡Eh, amigo mío! –comenzó a hablarle el yerno del zar– no vengo a sacarte de esta muchacha, sino que te busco para preguntarte qué vamos a hacer ahora. Mi mujer salió del hoyo: que me busque a mí, está bien; pero te busca a ti porque no me dejaste que la sacara de ahí.” “¿Qué? ¡No puede ser! ¡Salió tu mujer!” gritó el Diablo, saltó de la hija del zar y se fue huyendo hasta el mar azul. Jamás de los jamases volvió entre la gente.

Una doncella más astuta que el zar
Un hombre pobre vivía en una cueva y no tenía más que una hija, muy sabia, que iba a todas partes a mendigar; ella, además, enseñaba a su padre cómo mendigar y hablar astutamente. Una vez, el pobre fue con el zar para que le diera alguna limosna; el zar le preguntó de dónde era y quién le había enseñado a hablar con inteligencia. El pobre respondió de dónde era y cómo su hija le enseñaba. “Y tu hija, ¿de quién aprendió?”, preguntó el zar, y el pobre contestó: “Dios la hizo sabia y nuestra pobreza, desdichada.” A la sazón, el zar le dio treinta huevos y le dijo: “Llévale esto a tu hija y dile que los haga empollar; yo la obsequiaré bien, pero si no los empolla, te someteré a tortura.”
El pobre se fue llorando a la cueva y le contó todo a su hija. Ella se dio cuenta de que los huevos estaban cocidos; le dijo a su padre que se fuera a descansar y que ella se ocuparía de todo. El padre le hizo caso y se fue a dormir. La muchacha tomó una olla, la llenó con agua, la puso al fuego y metió ahí un puñado de habas. Cuando éstas quedaron cocidas, llamó a su padre por la mañana, le pidió que tomara el arado y los bueyes, y que se fuera a arar junto al camino por donde iba a pasar el zar. Le dijo, además: “Cuando veas al zar, toma las habas, siémbralas y grita: ‘¡Ea, bueyes! Dios quiera que germinen las habas cocidas.' Cuando el zar te pregunte cómo puede germinar un haba cocida, tú respóndele: ‘De la misma manera como los pollos pueden nacer de huevos cocidos.'” El pobre hizo caso a su hija y se fue a arar. Al ver al zar acercándose por el camino, comenzó a dar de gritos: “¡Ea, bueyes! Dios quiera que germinen las habas cocidas.” El zar, al escuchar estas palabras, se detuvo en el camino y le dijo al hombre: “Pobre hombre, ¿cómo puede germinar un haba cocida?” Éste le respondió: “Noble zar, de la misma manera como los pollos pueden empollarse de huevos cocidos.”
El zar notó inmediatamente que había sido la hija quien había enseñado a contestar al pobre. Entonces ordenó a los sirvientes apresar al hombre y traerlo delante de él; le dio una madeja de lino y dijo: “Tómala: con esta madeja tienes que hacer una sirga, las velas y cuanto se necesite para un barco; si no lo haces, perderás la cabeza.” El pobre tomó la madeja muy asustado, se fue llorando a casa y le contó todo a su hija. Ella lo mandó a dormir, prometiéndole que se iba a ocupar del problema. Al día siguiente, tomó un pequeño trozo de madera, despertó a su padre y le dijo: “Toma este trozo de madera, llévaselo al zar y dile que me haga un cáñamo, un huso, un caballete y lo demás que se requiere para la construcción de un barco, y yo haré todo lo que ordena.”
El pobre hizo caso y le habló al zar como fue instruido. El zar, al escucharlo, se asombró y se puso a pensar en lo que iba a hacer. Luego alcanzó un vasito y dijo: “Toma este vasito y llévaselo a tu hija: que vacíe todo el mar hasta que en el lugar del fondo quede el campo.” El pobre obedeció; llorando le llevó aquel vasito a su hija y le contó lo que le había ordenado el zar. La joven respondió que dejara todo hasta mañana y que ella se ocuparía. Al día siguiente llamó a su padre, le dio medio kilo de estopa y le dijo: “Llévale esta estopa al zar y dile que con ella tape todas las fuentes y los lagos; entonces yo vaciaré el mar.”. El pobre se fue, y así le dijo al zar.
Al ver el zar que la muchacha era mucho más astuta que él, ordenó al pobre traerla delante de él. Cuando la trajo, el pobre y su hija se inclinaron, y el zar preguntó a la joven: “Adivina, muchacha, ¿qué es lo que se puede escuchar más lejos?” La joven contestó: “Noble zar, lo que se puede escuchar más lejos es el rayo y la mentira.” Entonces el zar se mesó la barba y, volviéndose hacia los cortesanos, les preguntó: “Adivinen, ¿cuánto vale mi barba?” Unos dijeron tanto; otros, otro tanto; entonces la joven les dijo a todos los que no habían adivinado: “La barba del zar vale lo que valen tres lluvias de verano.” El zar se asombró y dijo: “La muchacha adivinó.” Y entonces le preguntó si ella quería ser su mujer; además, le dijo que no podía ser de otra manera. La joven se inclinó y respondió: “Noble zar, sea como tú quieras, sólo te pido que escribas con tu mano una carta, para el caso de que alguna vez te enojes conmigo y me quieras alejar de ti: debes decir que yo seré señora para llevarme de tu palacio lo que me sea más querido.” El zar aceptó y lo firmó.
Después de algún tiempo, el zar se enojó con su mujer y dijo: “Ya no quiero que seas mi mujer; vete de mi palacio a donde sepas.” La zarina le respondió: “Preclaro zar, obedeceré; sólo deja que pernocte y mañana partiré.” El zar le permitió pernoctar. Entonces, cuando cenaban, la zarina mezcló vino con rakia y algunas hierbas aromáticas y, ofreciéndoselo para tomar, le habló a su esposo: “Bebe, zar, estamos alegres, pues mañana nos separaremos y, créeme, estaré más alegre que cuando me junté contigo.” El zar se embriagó y se durmió. La zarina preparó un carruaje y llevó al zar consigo a cierta cueva. Cuando el zar se despertó en la cueva y vio en dónde estaba, gritó: “¿Quién me trajo aquí?” La zarina respondió: “Yo te traje.” El zar preguntó: “¿Por qué me hiciste esto? ¿No te dije que ya no eres mi mujer?” Entonces ella sacó la carta y le dijo: “Es verdad que me lo dijiste, noble zar, pero mira lo que firmaste en esta carta: cuando me repudiaras, podría llevar conmigo lo que me fuera más querido en tu palacio.” Al ver esto, el zar la besó y regresaron juntos al palacio.

Un castillo entre el cielo y la tierra
Había una vez un zar que tenía tres hijos y una hija. A ella la alimentaba en una jaula y la cuidaba como a sus propios ojos. Al crecer la joven, una tarde pidió a su padre que le permitiera salir con sus hermanos a pasear un poco frente al palacio, y el padre accedió. Pero, apenas salieron, en un instante bajó volando del cielo un dragón, agarró a la joven en medio de los hermanos y se la llevó entre las nubes. Los hermanos corrieron con el padre, le contaron lo ocurrido y le dijeron que ellos irían con gusto a buscarla. El padre les dio permiso para hacerlo y le dio a cada uno un caballo y lo necesario para el viaje. Así fue como partieron a buscar a su hermana.
Después de un prolongado viaje, vieron un castillo que no estaba ni en el cielo ni en la tierra. Al llegar ahí pensaron que, tal vez, en ese castillo estaría su hermana y comenzaron a ponerse de acuerdo acerca de cómo subir. Después de pensar y tratar el asunto dilatadamente, acordaron que uno de ellos sacrificara a su caballo y que harían con la piel una correa. Entonces decidieron amarrar un extremo de la correa a la flecha y lanzarla con el arco desde abajo, para que se sujetara bien al castillo y se pudiera subir por ella. Los dos hermanos menores le dijeron al mayor que él sacrificara a su caballo, pero no quiso; tampoco quiso el mediano. Fue el hermano menor quien sacrificó al suyo; con la piel del caballo hizo una correa, amarró un extremo a la flecha y la disparó hacia el castillo. Cuando tuvieron que subir por la correa, el hermano mayor y el mediano se rehusaron otra vez a hacerlo, así que subió el menor.
Una vez arriba, el muchacho comenzó a caminar de una habitación a otra y así encontró un cuarto en el cual vio sentada a su hermana; el dragón dormía con la cabeza en el regazo de la joven, mientras ella lo espulgaba. Al ver a su hermano, ella se asustó y comenzó a suplicarle en voz baja que huyera antes de que se despertara el dragón, pero él no quiso: tomó una maza, la alzó y le dio al dragón en la cabeza; el dragón, somnoliento, tocó con la mano el lugar donde el joven le había pegado y le dijo a la muchacha: “Exactamente aquí, algo me picó.” Cuando dijo esto, el hijo del zar le dio una vez más en la cabeza, y el dragón de nuevo le dijo a la joven: “Otra vez, algo me picó.” Cuando quiso pegarle por tercera vez, su hermana le mostró dónde estaba la vida del dragón y, en cuanto lo golpeó ahí, el dragón quedó muerto al instante.
En ese momento, la hija del zar quitó de su regazo el cadáver del dragón, corrió con su hermano y los dos se besaron. Entonces, tomándolo de la mano, empezó a llevarlo por todas las habitaciones. Primero lo pasó a un cuarto donde estaba un caballo moro atado a un pesebre, todo con arreos de plata pura. Luego lo llevó a otro cuarto, en el cual, detrás del pesebre, estaba un caballo blanco con arreos de oro puro. Finalmente, lo llevó al tercer cuarto donde, detrás del pesebre, estaba un caballo bayo, con los arreos adornados de piedras preciosas. Después de pasar estos cuartos, la hermana lo llevó a otro, donde una muchacha estaba sentada junto a un bastidor de oro y bordaba con un hilo, también de oro. De este cuarto lo llevó a otro, donde una segunda muchacha hilaba hebras de oro. Finalmente, lo pasó a una habitación donde una tercera muchacha ensartaba perlas; frente a ella había una charola de oro, donde una gallina de oro con sus pollitos picoteaba las perlas.
Después de pasar y ver todo esto, la hermana volvió a aquel cuarto donde yacía muerto el dragón, lo sacó y lo tiró fuera del castillo; cuando lo vieron, a los hermanos casi les dio fiebre por la envidia. Enseguida, el hermano menor bajó primero a su hermana con los demás hermanos; luego, una tras otra, a las tres muchachas, a cada una con su trabajo; al ir bajando a las muchachas destinaba para quién iba a ser cada una de ellas y, cuando bajaba a la tercera, la que estaba con la gallina y sus pollitos, la eligió para sí. Los hermanos, envidiosos porque el hermano menor era el valiente y porque encontró y salvó a su hermana, cortaron la correa para que no pudiera bajar. A la sazón, encontraron en el campo a un pastorcito con sus ovejas, le cambiaron la ropa y lo llevaron con su padre como si fuera el hermano menor; amenazaron a su hermana y a las muchachas para que no dijeran a nadie lo que habían hecho.
Después de un tiempo, en el castillo del dragón, el hermano menor se enteró de que sus hermanos y aquel pastorcito se iban a casar con las muchachas. El mismo día del casamiento del hermano mayor, él montó el caballo moro y, cuando la procesión nupcial salía de la iglesia, llegó volando en medio de ellos, golpeó un poco con la maza al novio –su hermano mayor– en la espalda para que éste se cayera del caballo, y se fue volando otra vez, de vuelta al castillo donde ahora vivía. Cuando se enteró de que su hermano mediano se casaba, llegó volando en el caballo blanco en el momento en que la procesión nupcial salía de la iglesia y, de la misma manera, golpeó también al hermano mediano, quien se cayó al instante. Y otra vez se fue volando, alejándose de la procesión. Finalmente, al enterarse de que el pastorcito se casaba con la muchacha que él había elegido para sí mismo, montó el caballo bayo, llegó volando en medio de la procesión nupcial cuando salía de la iglesia y le pegó con la maza al novio, quien cayó muerto al instante. En ese momento, quienes formaban la procesión se le abalanzaron y lo atraparon; sin embargo, él no quiso huir, sino que se quedó entre ellos. Así se descubrió que él era el hijo menor del zar y no un pastorcito, que los hermanos lo abandonaron por envidia en el castillo donde había encontrado a su hermana y matado al dragón. Su hermana y las muchachas confirmaron todo esto. Cuando el zar escuchó la historia, se enojó con sus hijos mayores e inmediatamente los expulsó del reino; a su hijo menor lo casó con la doncella que éste había elegido y lo dejó reinar después de él.


CORREOS DE EDDY AL MIO