¿Por qué se mata un escritor?

11:05 Edit This 0 Comments »
El País Semanal, Madrid
28 de septiembre de 2008
¿Por qué se mata un escritor?

HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
La última promesa de la literatura americana, David Foster Wallace, se quitó la vida hace un par de semanas. A partir de este caso, el escritor colombiano analiza qué ha significado el suicidio para muchas otras figuras de las letras.
Se dice, con más razón que sorna, que el único riesgo profesional de los poetas es el suicidio. No sé si hay estadísticas, pero tengo la impresión de que los escritores se suicidan más, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un rápido censo mental, muchos nombres se me vienen a la mente desde la antigüedad hasta hoy, mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, Séneca, Silva, Larra, Woolf, Salgari, Trakl, Lugones, Mishima, Pizarnik, Hemingway, Plath, Márai... Y el pasado 12 de septiembre, la gran promesa de la narrativa estadounidense, David Foster Wallace, a quien hallaron ahorcado en su casa; un novelista de 46 años que ya en otras ocasiones había pedido que le protegieran de su propia pulsión de quitarse la vida.
Primo Levi le dedica el sexto capítulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Améry. Dice Levi que "su suicidio, como todos, admite una nebulosa de explicaciones". Esa misma nebulosa se ha empleado después para tratar de explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo -al parecer- más para evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz. Ocurrió en 1987, aunque con la ambigüedad que muchos suicidas prefieren, de modo que las familias puedan aferrarse a la duda de un accidente: se precipitó por el hueco de las escaleras del edificio donde vivía, en el barrio de La Crocetta, en Turín, sin dejar carta de despedida.
Por estos días se celebró el centenario del nacimiento de Cesare Pavese, otro homicida de sí mismo, en la misma ciudad del norte de Italia. Esto me llevó a releer páginas de su diario. Ahí, al final, y poco antes de que se matara, dejó escrito: "Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo". Maupassant, que se murió por enfermedad un año después de intentar suicidarse, lo definió de un modo casi inverso: "El suicidio es el sublime valor de los vencidos". La última entrada de Pavese, el 18 de agosto, me ha dado siempre escalofríos: "Sin palabras. Un gesto. No volveré a escribir".
Pavese murió en la soledad de un cuarto de hotel, pero hay escritores a los que no les gusta suicidarse solos. Heinrich von Kleist cambió varias veces de novia hasta que al fin una, Henrriette Vogel, aceptó quitarse la vida con él, a orillas del lago Wannsee, cerca de Berlín. El lugar es hoy un sitio de peregrinación. Se trata de un rincón apacible, bucólico, como si los románticos escogieran con gusto incluso el sitio de su muerte. Otros suicidas en compañía fueron Arthur Koestler y Stefan Zweig. El primero se fue del mundo en un pacto con su tercera esposa, Cynthia Jefferies. También Zweig lo hizo con su mujer, Lotte Altmann, en Petrópolis (Brasil), donde se había refugiado de las persecuciones a los judíos durante la II Guerra Mundial. El suicidio de Koestler, otro judío perseguido por los nazis, obedeció más a sus convicciones a favor de la eutanasia: estaba enfermo de párkinson y leucemia.
Albert Camus, que murió en un accidente sin ningún viso de suicidio, dejó escrito lo siguiente al principio de El mito de Sísifo: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía".
Algunos escritores, más que cartas, dejan libros completos sobre su ánimo. Henri Roorda terminó Mi suicidio poco antes de matarse. Allí dejó escrito: "Amo enormemente la vida. Pero para gozar el espectáculo hay que ocupar una buena butaca, y en la tierra la mayoría de las butacas son malas". Antes de matarse, Jean Améry escribió un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo) donde explica que la primera lógica de la que escapa el suicida es la del axioma vitalista "la vida es el bien supremo". Si esto se niega -"la vida no es el bien supremo"-, o si en determinadas circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se entenderá mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es nuestro mundo. Así lo dijo Wittgenstein en uno de sus aforismos: "El mundo de quien es feliz es otro distinto al mundo del que es infeliz". El suicida, al darse una muerte libre, voluntaria, quiere hacer cesar ese mundo para él infeliz.
Por no entender este pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena), los Estados y las religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calificándolo de delito y de pecado. En algunos países, incluso, se llega al absurdo de castigarlo con la pena de muerte. Toman el cuerpo exánime del suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio público, para que aprendan.
De alguna manera, la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran "enterrados en sagrado", castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas, considerados como "discípulos de Judas". Su posición, por suerte, se ha vuelto más compasiva.
Hay quienes se matan tranquilos, planeándolo; otros, en un arranque de autodestrucción. Unos, sobrios; otros, drogados. El poeta Juan Manuel Roca desaconseja que nos matemos borrachos: "Es el problema del alcohol; alguien puede suicidarse y al día siguiente no acordarse de nada". Es un chiste, pero podría no serlo. Un gran experto inglés en suicidios literarios, A. Álvarez, intentó suicidarse, borracho, una noche de Navidad. Se despertó tres días después sin acordarse de nada, pero con la sensación de que ya sería para siempre un suicida frustrado. También él escribió un estudio estupendo, El dios salvaje.
Creo que la raza de los escritores suicidas, pero indecisos, se ha inventado otro tipo de estrategia para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. Así hizo Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta; Goethe, con el joven Werther; Tolstói, con Anna, y Schnitzler, con el subteniente Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo sé por experiencia propia.
Otros, en cambio, se despiden con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: "Adiós, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del engaño". Piensa uno en los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber de matarse. Pero mientras llega ese instante de lucidez en las tinieblas habrá que seguir viviendo, aunque tal vez con el mismo sentimiento de culpa que escribió una vez Thomas Bernhard: "Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo. Yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa común con todos y cada uno, y me refugio en la falta de carácter como en una piel nauseabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por seguir viviendo".

Las manías de los escritores reunidas en un libro

9:00 Edit This 0 Comments »
Domingo, 12 de Octubre de 2008
Las manías de los escritores reunidas en un libro
Pequeñas anécdotas a pie de página
Proust trabajaba hasta las 7 de la mañana, Dostoievski escribía día y noche, Sartre era un grafómano obsesivo y Marguerite Duras tenía siempre al lado una botella de whisky. Estas y otras historias fueron recopiladas por el autor italiano Francesco Piccolo en Escribir es un tic.

Hemingway aconsejó sin saberlo a Gabo.
Rushdie vivió amenazado en más de 50 casas, sin abandonar su rutina.
Por Silvina Friera
En la era de la grafomanía, el oficio de escritor no se considera tal. Cualquiera puede “ejercerlo”, basta con escribir un relato o algo que se le parezca. El chileno Luis Sepúlveda siempre se acuerda de un oficial de aduanas de Quito. “Cada vez que tenía que mendigar una visa me preguntaba la profesión. Cuando le contestaba: ‘Escritor’, repetía: ‘Le he preguntado la profesión’”. Muchos, como ese oficial de aduanas, creen que los escritores escriben cuando tienen “mal de amores”, cuando hay luna llena o, con suerte, cuando reciben la visita de esa extraña dama llamada Inspiración. En Escribir es un tic (Paidós), el escritor italiano Francesco Piccolo propone un recorrido ligero de equipaje por los métodos y las manías de Balzac, Hemingway, Claudio Magris, Ian McEwan, Thomas Mann, Marcel Proust, Gabriel García Márquez, Paul Valéry, Kafka, Sartre, Georges Simenon, William Faulkner, Marguerite Duras, Mark Twain, Raymond Carver, Italo Calvino y Gustave Flaubert, entre otros escritores. El libro, según plantea el autor en el prólogo, nació de un deseo íntimo. “Sentía la necesidad de reunir una documentación práctica para mostrar que el oficio de escribir tiene sus reglas y no se parece en nada a esa imaginería de colegial tan falsa.” Pi-ccolo, en su embestida contra el mito romántico del poeta, copió páginas y páginas en la que los escritores hablaban de cómo escribían, dónde, cómo habían empezado y por qué, “para recordarme a mí mismo todos los días que la escritura es una combinación original de devoción sagrada y mentalidad de empleado”.


Vivir como un burgués, escribir como un loco
Cuando William Faulkner vivía en Nueva Orleans, conoció a Sherwood Anderson. “Pasábamos las tardes paseando juntos por la ciudad y hablando con la gente. Luego, por la noche, delante de una o dos botellas, él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía no lo veía nunca. Se quedaba en casa trabajando. Decidí que si ésa era la vida del escritor, yo también lo sería”, dijo el autor de Las palmeras salvajes. Kafka confesaba que el ritmo de su vida estaba organizado exclusivamente con vistas a escribir: “Si experimenta cambios, lo hace para adaptarse lo mejor posible al escritor, porque el tiempo es corto, las fuerzas son escasas, la oficina es un espanto, la habitación es ruidosa, y hay que salir del paso con artificios, cuando no se puede hacer con una buena vida recta”. Un periodista que entrevistó a Ian McEwan se sorprendió por la vida que llevaba el autor de Expiación, con esposa e hijos, té y costumbres semanales, en contraste con sus historias crueles, inquietantes. “Esta tranquilidad requiere un afán continuo y unos ajustes continuos. Considero que es la condición indispensable para tener trato con mi imaginación”, revela el escritor británico, y recuerda que Flaubert decía que habría que vivir como un burgués y escribir como un loco. “Si te creés el mito romántico del poeta que se acuesta a las cinco de la madrugada, borracho y con cinco o seis mujeres a la vez, puedes hacer lo que sea menos escribir”, ironiza McEwan.

El fantasma más temido
Proust tenía la costumbre de volver a su casa muy tarde. Se ponía el pijama y un grueso jersey de lana del Pirineo, y trabajaba hasta las siete de la mañana o incluso hasta más tarde. Sentado en la cama, las rodillas le servían de escritorio; la posición era incómoda, pero Proust no se preocupaba por su salud ni por su comodidad. En una carta a su amigo Louis de Robert cuenta que, al escribir así, apoyado en el codo, en papeles inestables, se sentía muerto de cansancio al cabo de diez renglones. Escribía deprisa, con pluma de marca Sergent Major. En la mesita de luz tenía quince plumas al alcance de la mano (si una se le caía, no tenía que recogerla), dos tinteros escolares de vidrio, un reloj de péndulo barato y material para sus inhalaciones. Gabriel García Márquez señala que su maestro fue Hemingway. La lección que aprendió del narrador norteamericano fue ésta: “El descubrimiento de que el trabajo de todos los días sólo debe interrumpirse cuando ya sabes cómo reanudarlo al día siguiente. No creo que se haya dado nunca un consejo mejor para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido por los escritores: la agonía matutina ante el papel en blanco”.

El propio Hemingway narró de un modo magistral su jornada de escritor parisiense en París era una fiesta. Por lo general escribía en una cafetería, pero durante una temporada solía alquilar una habitación de hotel bien calefaccionada, y mientras escribía comía mandarinas o castañas asadas. Subía a la habitación con una idea en la cabeza, trabajaba toda la tarde desarrollándola, escribiéndola una y otra vez hasta que surgía otra idea. Cuando aparecía esa nueva idea, Hemingway dejaba de escribir. Cerraba el cuaderno y salía, muy contento, a dar una vuelta por París; sabía que hasta el día siguiente ya no debía pensar en esa idea, para que el subconsciente trabajara por él. Leía, caminaba, hacía gimnasia, se acostaba con su mujer.

Un caso especial es el de Salman Rushdie. Cuando se pronunció la fatwa contra él, cambió radicalmente su vida y en pocos años vivió en más de cincuenta casas distintas; pero a pesar del peligro y la vida desordenada, todos los días encendía la computadora a las diez y media de la mañana y trabajaba unas cuatro horas.

Escribir es reescribir
“La primera redacción la hago a mano –explicaba Raymond Carver–. Con soltura, casi con prisa. Luego escribo a máquina y ya cambio algunas cosas. Añado, quito. Hago dos o tres redacciones y entonces le paso el borrador a Tess, que me da su opinión. Luego entrego la copia mecanografiada a una señora que tiene una computadora personal. A la mañana siguiente ella me trae el texto impreso. Hago más correcciones, hago cortes, a veces radicales, y se lo devuelvo. Ella vuelve a escribirlo y así varias veces, cinco, diez. He llegado a hacer treinta redacciones de un relato. Con una poesía incluso más.” Dostoievski escribía día y noche, en cambio T. S. Eliot sólo un par de horas: “He descubierto que más de tres horas no funciona. Como mucho pulo un poco el texto. Cuando me he pasado de las tres horas, nunca he producido cosas satisfactorias. Es mejor dejarlo ahí y dedicarse a otra cosa”.

El mejor “órgano de control” de la escritura es la reescritura. Flaubert afirmaba: “Escribir significa reescribir”, y en una carta a Louise Colet comentaba: “Hoy me he pasado ocho horas corrigiendo cinco páginas y creo que he trabajado bien”. García Márquez escribe y corrige, corrige y escribe hasta que su agente literario le imprime el manuscrito, casi a la fuerza. “Un libro no se termina, se abandona”, admite el colombiano, y de mala gana lo entrega a su destino. Sartre escribía cuarenta páginas diarias de lo que fuera (sobre todo cartas), pero era un grafómano obsesivo. Mary McCarthy hacía crítica teatral en una revista, pero cuando se casó con Edmund Wilson, su marido decidió que podía dedicarse a la narrativa. “Me metió en un cuartito, no me encerró con llave pero me dijo: ‘Quédate ahí y trabaja’. Lo hice, me senté y me puse a escribir”, recordaba la autora de Memorias de una joven católica. Una costumbre rígida como la de Paul Valéry, que todos los días, de cuatro a siete de la mañana (en la “hora pura y profunda”) tomaba asiento en su escritorio, y nos ha regalado sus 261 Cuadernos, escritos entre 1894 y 1945, una de las obras más luminosas del siglo XX. Valéry dedicaba a los cuadernos las horas incipientes de la mañana.

Manías domésticas
Los ritos están presentes en todas las formas de creación artística. La Premio Nobel de Literatura Toni Morrison cuenta que el cuarto donde escribe está lleno de duendes y espíritus mágicos y está tan convencida que no deja entrar a nadie por miedo a que esas figuras mágicas se escapen si ven a un extraño. Los instrumentos de trabajo imprescindibles de Marguerite Duras eran una botella de whisky siempre a mano, “una marca de tinta negra difícil de encontrar” y la misma mesa y la misma silla delante de la misma ventana. Y, sobre todo, la casa en silencio, una casa tan querida que la consideraba “un caparazón protector”. Cuando Balzac se disponía a escribir un libro, no admitía distracciones: cerraba las cortinas y no distinguía el día de la noche. Mientras duraba la composición, no bebía vino ni licores. Pero era adicto al café. Thomas Mann reunía a su familia todas las noches y les leía lo que había escrito durante el día. Después entablaba discusiones con su esposa y sus hijos, que tenían permitido opinar. Más de una vez, Mann acababa aceptando sus consejos.

Mark Twain, con precisión obsesiva, llevaba la cuenta de las palabras que había escrito durante el día: “en sus manuscritos se pueden ver pequeños números escritos a lápiz cada equis páginas”. Hemingway, cuando escribía, llevaba como amuleto en el bolsillo derecho “una castaña de Indias y una pata de conejo raída, con los huesos y los tendones relucientes de tanto sobarlos”. Bruce Chatwin tenía fijación con los cuadernos donde anotaba sus impresiones durante sus viajes; eran del tipo moleskine), fabricados por una pequeña empresa familiar de Tours, pero Chatwin los compraba siempre en una papelería de la Rue de l’Ancienne Comédie y escribía en ellos su nombre y dirección, y ofrecía generosas recompensas, si los perdía, a quien los encontrase. A Antonio Tabucchi le gusta escribir en cuadernos escolares con tapas negras y lomo rojo. En Italia ya no los encuentra, por lo que va a buscarlos a las tiendas de la vieja Lisboa. Calvino solía escribir en el reverso de las galeras, sobre todo en su despacho de la editorial Einaudi, porque además de ahorrar papel pensaba que así se le bajaban los humos.


El método Simenon
Georges Simenon sacaba una guía telefónica al azar, se sentaba a la mesa y la hojeaba. Cuando encontraba un nombre que le gustaba lo escribía en un papel. Seguía consultando guías hasta haber reunido una treintena de nombres en su lista. Luego empezaba la segunda fase: con la lista de los treinta nombres en una mano y en la otra una bola de oro macizo, que habitualmente estaba encima de su escritorio, paseaba de un lado a otro de su despacho haciendo resonar en su boca los nombres que había copiado, uno a uno, como cuando un catador paladea un sorbo de vino. Cuando uno de los treinta nombres no superaba la prueba, el creador de Maigret, ese comisario de mirada profunda, se detenía un momento junto a la mesa y lo tachaba con un lápiz. El rito proseguía hasta que la lista se reducía a doce nombres. Entonces empezaba la fase número tres: volvía a sentarse a la mesa y escribía una ficha biográfica de cada uno de los doce nombres, en hojas separadas. Después apilaba esas hojas como naipes sobre el tablero de la mesa, barajaba los destinos de los personajes y por fin se ponía a escribir la novela, sin separar el lápiz del papel.


Un cuarto propio
“En casa no puedo escribir, necesito aislamiento, y la cafetería es un aislamiento especial: es el sitio donde la soledad se verifica en medio de los demás”, subraya Claudio Magris. Cuando Don DeLillo está lejos de su casa, se lleva su máquina de escribir, pero admite que necesita varios días para acostumbrarse al nuevo ambiente. “Es un trastorno muy grande no tener tu propia mesa, tus propias paredes, ciertas imágenes, las fotografías, los objetos, los libros. Es como estar perdido en el espacio, y necesitás una eternidad para acomodarte.” DeLillo nunca pudo familiarizarse con la computadora. “Necesito el ruido de las teclas, de las teclas de la máquina de escribir manual. La materialidad de un tecleo tiene un peso, es como si usara martillos para esculpir las páginas.” La máquina de escribir de Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura, era, sin duda, la más especial: “No es una máquina de escribir, es un crítico literario. Lo he dicho también en Estocolmo. Cuando la historia que estoy escribiendo no le gusta, deja de trabajar”.

Cesare Pavese-Cinco poemas

8:59 Edit This 0 Comments »
La Jornada Semanal, México, DF

7 de septiembre de 2008

Vendrá la muerte
y tendrá tus ojos...
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos–
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sobre ti sola te inclinas
en el espejo. Oh esperanza querida,
ese día sabremos también nosotros
que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
resurgir un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Descenderemos al abismo mudos.



La noche
Pero la noche ventosa, la límpida noche
que el recuerdo rozaba solamente, está remota,
es un recuerdo. Perdura una calma asombrada
también ella hecha de hojas y de nada. No queda
de aquel tiempo más allá de los recuerdos, sino un vago
recordar.
A veces retorna en el día
en la inmóvil luz del día de verano
aquel remoto estupor.
Por la ventana vacía
el niño miraba la noche sobre las colinas
frescas y negras, y lo asombraba verlas en montón:
vaga y límpida inmovilidad. Entre las hojas
que susurraban en la sombra, surgían las colinas
donde todas las cosas del día, las laderas
y las plantas y las viñas, eran nítidas y muertas
y la vida era otra, de viento, de cielo,
y de hojas y de nada.
A veces retorna
en la inmóvil calma del día el recuerdo
de aquel vivir absorto, en la luz asombrada.

La voz
Cada día el silencio del cuarto solitario
se cierra sobre el leve derroche de cada gesto
como el aire. Cada día la breve ventana
se abre inmóvil al aire que calla. La voz
ronca y dulce no vuelve en el fresco silencio.
Se abre como el respiro de quien esté por hablar
el aire inmóvil, y calla. Cada día es el mismo.
Y la voz es la misma, no rompe el silencio,
ronca e igual por siempre en la inmovilidad
del recuerdo. La clara ventana acompaña
con su latido breve la calma de entonces.
Cada gesto percute la calma de entonces.
Si sonase la voz, volvería el dolor.
Volverían los gestos en el aire asombrado
y palabras palabras a la voz sumisa.
Si sonase la voz aun el latido breve
del silencio que dura, se haría dolor.
Volverían los gestos del vano dolor,
percutiendo las cosas en el zumbido del tiempo.
Pero la voz no vuelve, y el susurro remoto
no encrespa el recuerdo. La inmóvil luz
da su latido fresco. Para siempre el silencio
calla ronco y sumiso en el recuerdo de entonces.

Palabras de política
Se pasaba ligero por el mercado de los peces
para lavarse la mirada: los había de plata,
bermejos, verdes, color mar.
Comparado con el mar todo escamas de plata
ganaban los peces. Se pensaba en el regreso.
Bellas hasta las mujeres del ánfora en la cabeza,
aceitunada, forjada sobre la forma de los flancos
dulcemente: cada uno pensaba en las mujeres,
cómo hablan, ríen, caminan por la calle.
Reíamos cada uno. Llovía sobre el mar.
Por las viñas escondidas en las fracturas de la tierra
el agua macera hojas y racimos. El cielo
se colorea de nubes escasas, enrojecidas
de placer y de sol. Sobre la tierra sabores
y colores en el cielo. Nadie con nosotros.
Se pensaba en el regreso, como después de una noche
de insomnio se piensa en la mañana.
Se gozaba el color de los peces y el jugo
de la fruta, vivaces en el hedor del mar.
Ebrios estábamos, en el retorno inminente.


Eres como una tierra...
Eres como una tierra
que ninguno ha nombrado.
Ya nada esperas
sino la palabra
que brotará de lo hondo
como un fruto entre ramas.
Hay un viento que te alcanza.
Cosas secas y muertas
te abruman y andan en el viento.
Cuerpos, voces antiguas.
Tiemblas en el verano.

Versiones de Rodolfo Alonso